Desde que tenía memoria, Lucía soñaba con viajar a Italia. Se imaginaba paseando por las antiguas callejuelas de Roma, admirando el atardecer sobre la Costa Amalfitana, donde los dorados rayos del sol acariciaban los acantilados blancos. Ese viaje era su deseo más profundo, una recompensa por años de trabajo, un anhelado respiro de la rutina diaria en su pequeño pueblo junto al río Ebro. Pero cada vez que mencionaba el viaje, su marido, Javier, encontraba una excusa para posponerlo.
“El próximo verano, Lucía, te lo prometo, iremos”, decía año tras año, pero sus palabras sonaban vacías. “Hay que terminar la reforma, pagar el préstamo, ahorrar un poco más”. Al principio, Lucía le creía. Había compartido su sueño con él desde los primeros días de su matrimonio, y Javier siempre le aseguraba que irían juntos. Comenzó a guardar dinero con cuidado, reservando cada euro extra, alimentando la esperanza de que algún día pisarían juntos tierra italiana. Pero los años pasaron, y el “próximo verano” se convirtió en una promesa incumplida. A veces era el trabajo, otras la nevera que se rompía o los ahorros que nunca parecían suficientes. Lucía se convencía a sí misma de que solo era cuestión de tiempo, de que al fin irían.
A los sesenta años, Lucía había reunido suficiente dinero para un lujoso viaje de dos semanas: billetes de clase preferente, hoteles con vistas al mar, excursiones por lugares históricos. Volvió a hablar del viaje, sus ojos brillaban de emoción. Pero Javier, sin levantar la vista del móvil, soltó una carcajada: “¿Italia? A tu edad? ¿Qué vas a hacer ahí? ¿Pasear por ruinas con un bañador viejo? Ya no eres una chiquilla, Lucía”. Sus palabras le atravesaron como un latigazo. Lucía sintió que el aire le faltaba. Después de tantos años de espera, de ilusión, de creer que compartían ese sueño, comprendió: a Javier nunca le había importado su deseo. Para él, solo era un capricho sin importancia.
Algo se rompió dentro de ella. Años de paciencia, de sacrificios, de esperanzas, se desmoronaron como un castillo de arena bajo las olas. Al día siguiente, mientras Javier trabajaba, Lucía tomó una decisión. Reservó el viaje: dos semanas en Italia, solo para ella. Bastaba de esperar, de pedir permiso. Hizo la maleta, dejó una nota: “Que te diviertas pescando, Javier. Esta vez lo pagarás tú”, y se fue al aeropuerto.
Al bajar del avión en Roma, sintió que un peso enorme se desprendía de sus hombros. Respiró el aire cálido, cargado del aroma de los eucaliptos, y por primera vez en años se sintió libre. Caminando entre las ruinas del Coliseo, contemplando los acantilados de Positano, entendió que había postergado su vida demasiado tiempo por los intereses de otros. Y sí, se puso ese bañador —con orgullo, sin importarle las miradas ajenas. Era su momento, su vida.
Una tarde en Positano, cenando en un restaurante con vistas al mar, Lucía conoció a Alejandro. Hablaron, rieron, compartieron historias. De pronto, comprendió cuánto había necesitado esto: sentirse vista, escuchada. Para Alejandro, ella no era “demasiado mayor”— era una mujer llena de vida, abierta a nuevos horizontes. Pasaron el resto del viaje juntos, explorando las callejuelas de Sorrento, probando vinos locales y creando recuerdos que atesoraría siempre.
De vuelta a casa, descubrió que Javier se había ido. Había dejado una nota: “Me voy a casa de mi hermano”. Pero en lugar de sentir dolor o miedo a la soledad, Lucía experimentó alivio. Ya no tendría que esperar a un hombre que nunca valoró sus sueños ni su felicidad. Meses después, seguía escribiéndose con Alejandro, y su corazón latía con la emoción de nuevas aventuras. Por primera vez en mucho tiempo, Lucía no esperaba a que otro cumpliera sus deseos —vivía por ellos.
Sentada en el balcón de su piso, observando el tranquilo río, recordó cuando, años atrás, le había contado a Javier su sueño. Él la había abrazado y prometido: “Iremos”. Pero las promesas se perdieron entre el día a día, en su indiferencia. Cada vez que mencionaba Italia, él lo desestimaba como si fuera un capricho. Lucía aguantó, esperó, se convenció de que cambiaría. Pero sus últimas palabras —”ya no eres una chiquilla”— fueron la gota que colmó el vaso. No solo hirieron su orgullo, sino que destrozaron su fe en su relación.
Decidir viajar sola no fue fácil. Pasó la noche en vela, imaginando la ira de Javier, sus reproches. Pero al amanecer, supo: su vida era suya, y no permitiría que nadie le arrebatara sus sueños. Mientras reservaba los billetes, el miedo dio paso a la determinación. Cuando el avión despegó, Lucía sonrió de verdad por primera vez en años —no para complacer a otros, sino para sí misma.
En Italia, redescubrió a la mujer que había olvidado. Bailó con música callejera en Roma, probó limoncello en una terraza frente al mar, se rió hasta llorar con los chistes de Alejandro. Él era mayor que ella, pero sus ojos brillaban con la misma pasión: el deseo de vivir que los años no apagan. “Eres increíble —le dijo alguna vez—. ¿Cómo pudiste esconderte tanto tiempo?”. Sus palabras derritieron el hielo que llevaba décadas acumulando.
Ahora, sentada en el balcón, Lucía sabía que ya no era esa mujer que esperaba permiso para vivir. No sabía qué le depararía el futuro —nuevos viajes, encuentros con Alejandro o algo más—. Pero, por primera vez, estaba lista para cualquier giro del destino. Su sueño de Italia no fue solo un viaje —fue un símbolo de su liberación, de su victoria sobre el miedo y la indiferencia.
¿Y tú, qué harías en su lugar?