A veces siento que vivo en una obra de teatro del absurdo. Mi hijo, un hombre adulto, parece haberse convertido de nuevo en un niño al que otros deciden por él. Y mi nuera es la directora de escena, dirigiendo sus vidas, mientras yo me quedo entre bastidores, siempre con la cartera en la mano, dispuesta a ayudar. Pero mis fuerzas disminuyen y las exigencias a mi paciencia aumentan.
Desde el principio han vivido juntos, incluso antes de casarse. Al principio, mi hijo vivía conmigo, en mi casa, mientras su prometida compartía piso con una amiga. Cuando hablaron de matrimonio, alquilaron un piso juntos. Yo no me metí, no intervine —que construyan su vida como puedan. Les ayudé económicamente cuando lo pidieron. No somos millonarios, claro, pero lo entendía: son jóvenes, la vida es dura, yo misma pasé por eso.
Lo que no me cabe en la cabeza es su idea de tener un hijo ahora, justo ahora. Sin trabajo estable, sin vivienda propia, sin ahorros. Pero ahí están sus declaraciones grandilocuentes: que el niño no puede esperar, que ella no puede ser madre después de los treinta, que todo saldrá bien. Y, como siempre, mi hijo asiente, sin dudarlo un segundo. Lo miro y no lo reconozco. ¿Dónde está tu sentido común, hijo? ¿Dónde está tu postura de adulto? ¿Por qué permites que otros decidan por ti?
Trabaja, sí, pero en un empleo donde pueden retrasarle el sueldo o despedirlo sin aviso. Ha cambiado de trabajo al menos cinco veces. Nunca es lo suficientemente bueno: o el jefe es incompetente o la empresa quiebra. Mi nuera gana cuatro perras. Y aún así, ya han cambiado de piso varias veces. Entre ellos dos, se apañan. ¿Pero con un bebé en brazos? ¿Con mudanzas, cajas, llanto a medianoche? ¿Quién aguantará eso?
Intenté hablar con ellos con calma. Les dije: vive para vosotros, afianzaos, ahorrad, estableceos, y luego tenéis un hijo. No. La decisión está tomada. Ella lo necesita ya. Y mi hijo, como hipnotizado: —Claro, adelante. ¿Y yo? Pues preparándome no solo para ser abuela, sino segunda madre del niño. Ayudar es sagrado, lo entiendo. Pero yo tampoco tengo juventud eterna ni recursos infinitos.
¿Y si no pueden? ¿Y si en unos meses no tienen para el alquiler, los pañales o la leche de fórmula? ¿Quién cargará con las consecuencias? Pues yo, claro. Porque no puedo negarme a mi hijo y a mi nieto. Y eso me asusta. Porque ya estoy cansada de vivir al límite —tengo mis problemas, mis gastos, mi salud. No soy de hierro.
Mi nuera lo dice con una sonrisa, casi alegre: —Ya saldremos adelante. Y ese “saldremos adelante” suena despreocupado, como si hablaran de un día de campo y no de traer una vida al mundo. Y a mí se me encoge el alma— ¿por qué no piensan, no calculan, no lo valoran?
No odio a los niños. No estoy en contra de mis nietos. Sueño con mimarlos, enseñarles, contarles cuentos. Pero quiero que sea con amor, con estabilidad, con conciencia. No con caos y deudas. Quiero que mi nieto no se sienta una carga, que tenga lo necesario —desde su cuna hasta ropa de abrigo. Que crezca sabiendo que sus padres pueden con todo. No con la sensación de que todo depende de la abuela.
Los miro y pienso: si lo pospusieran un par de años, todo podría ser distinto. Encontrar un buen trabajo, ahorrar, alquilar algo mejor, incluso pedir una hipoteca. ¿Acaso no se puede vivir con cabeza y no a lo loco? Pero en esta familia parece que primero saltan y luego buscan el paracaídas. Y que otro los saque del aprieto.
Me callo. Sé que mis palabras entrarán por un oído y saldrán por el otro. Y en lo más profundo, ya me estoy preparando. Para noches en vela, para otra carga económica, para una responsabilidad que no pedí, pero que seguramente asumiré. Porque cuando llegan los hijos, los que más sacrifican son los mayores. Porque el amor no es solo alegría, también es sacrificio. Y porque, en el fondo, solo deseo que alguien en esta cadena crezca de una vez.