Desde que tenía memoria, Lucía soñaba con viajar a Grecia. Imaginaba perderse por los laberínticos callejones de Atenas, contemplar el atardecer sobre las blancas casas de Santorini, donde los últimos rayos del sol doraban el mármol de los acantilados. Ese viaje era su anhelo más preciado, el premio a años de esfuerzo, la promesa de libertad tras una vida monótona en un pequeño pueblo junto al río Ebro. Pero cada vez que mencionaba el viaje, su marido Javier encontraba excusas para postergarlo.
“El próximo verano, Luchi, te lo prometo”, decía él, año tras año, con palabras que resonaban vacías como eco. “Hay que terminar la reforma, pagar la hipoteca, ahorrar un poco más”. Al principio, Lucía le creyó. Compartió su sueño desde los primeros días de matrimonio, y Javier juró que irían juntos. Empezó a guardar cada euro sobrante, alimentando la ilusión de que algún día pisarían tierra griega. Pero los años pasaron, y el “próximo verano” se convirtió en una mentira infinita. O el trabajo absorbía todo su tiempo, o la lavadora se estropeaba, o los ahorros nunca eran suficientes. Lucía se convencía de que era temporal, de que al final irían.
A los sesenta años, Lucía había reunido suficiente para un viaje de lujo: billetes en clase preferente, hoteles frente al mar, visitas a ruinas milenarias. Volvió a hablar del viaje, sus ojos brillaban de emoción. Pero Javier, sin levantar la vista del móvil, soltó una risotada: “¿Grecia? ¿A tu edad? ¿Qué vas a hacer allí? ¿Pasear por ruinas con ese bañador viejo? Ya no estás para tonterías, Luchi”. Sus palabras le quemaron como un látigo. Lucía sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Tras décadas de espera, comprendió que a Javier nunca le había importado su sueño. Para él era solo un capricho sin sentido.
Algo se rompió en su interior. Años de paciencia, resignación y sacrificio se desmoronaron como un castillo de naipes. Al día siguiente, mientras Javier trabajaba, Lucía tomó una decisión. Reservó el viaje: dos semanas en Grecia, solo para ella. Se hartó de esperar y de pedir permiso. Hizo la maleta, dejó una nota: “Que te diviertas pescando. Ahora pagarás tú las cañas”, y se marchó al aeropuerto.
Al pisar Atenas, sintió que un peso enorme se desprendía de sus hombros. Respiró el aire cálido, perfumado a tomillo, y por primera vez en años se sintió libre. Caminando entre las columnas del Partenón, contemplando el Egeo desde Oia, entendió que había vivido para los demás demasiado tiempo. Y sí, se puso aquel bañador, orgullosa, sin importarle las miradas. Era su momento, su vida.
Una noche en Santorini, cenando frente al mar, conoció a Alejandro. Hablaron, rieron, compartieron historias. Lucía notó algo que llevaba décadas sin sentir: se sentía vista, escuchada. Para Alejandro no era “demasiado mayor”, sino una mujer llena de vida, con ganas de vivir. Pasaron el resto del viaje juntos, explorando callejones de Mykonos, probando vino local y creando recuerdos que Lucía atesoraría para siempre.
Al regresar a casa, encontró la casa vacía. Javier se había ido, dejando un mensaje: “Me voy a casa de mi hermano”. Pero en lugar de tristeza, Lucía sintió alivio. Ya no necesitaba esperar a quien nunca valoró sus sueños. Meses después, seguía escribiéndose con Alejandro, y su corazón latía ante la posibilidad de nuevas aventuras. Por primera vez en mucho tiempo, Lucía no esperaba que nadie le diera permiso para ser feliz.
Sentada en el balcón, mirando el río a lo lejos, recordó cuando, años atrás, le habló a Javier de su sueño. Él la abrazó y dijo: “Iremos juntos”. Pero las promesas se ahogaron en rutinas y desinterés. Cada vez que mencionaba Grecia, la trataba como si fuera una niña caprichosa. Hasta que sus palabras —”ya no estás para tonterías”— la despertaron. No solo hirieron su orgullo: destrozaron su fe en ellos.
Decidir viajar sola no fue fácil. Pasó la noche en vela, imaginando la ira de Javier, sus reproches. Pero al amanecer, supo que su vida era suya. Al reservar el billete, el miedo se transformó en determinación. Cuando el avión despegó, sonrió para sí misma, sin fingir.
En Grecia redescubrió a la mujer que había olvidado. Bailó en plazas al ritmo de bouzouki, bebió ouzo al atardecer, rió sin censura con Alejandro. Él era mayor que ella, pero sus ojos tenían la misma chispa. “Eres increíble —le dijo una noche—. ¿Cómo pudiste esconderte tanto tiempo?”. Esas palabras derritieron el hielo que llevaba décadas acumulado.
Ahora, en el balcón, sabía que ya no era la mujer que esperaba permiso para vivir. No sabía qué le deparaba el futuro: más viajes, reencuentros con Alejandro, o algo distinto. Pero por primera vez, estaba lista para lo que viniera. Su viaje a Grecia no fue solo un sueño cumplido, fue su renacimiento.
Y tú, ¿qué habrías hecho en su lugar?