**Suegra y Nuera**
Tatiana volvía a casa con su habitual tranquilidad. Al girar la llave en la cerradura, escuchó voces dentro del piso. De desconocidos. Se quitó los zapatos y, caminando de puntillas, entró en la cocina.
Lo que vio allí le dejó sin palabras.
Tres jóvenes reían a carcajadas alrededor de la mesa. En el centro, como si fuera la dueña de la casa, estaba su nuera, Lucía. En la cocina, una olla humeante desprendía el aroma de una fabada recién hecha. La misma que Tatiana había preparado por la mañana para la cena.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —espetó con dureza, y el silencio cayó de golpe en la habitación.
Lucía levantó la mirada y forzó una sonrisa:
—Mamá, solo vinieron unas amigas a charlar. Las invité a comer. ¡La fabada está deliciosa, ¿verdad?!
Tatiana observó la mesa en silencio. En los platos de las invitadas, los restos de su cena. Del armario, sus mejores vajillas. Del frutero, las frutas que había comprado para el fin de semana.
Lucía llevaba casi dos años en la familia. Su hijo Adrián se enamoró perdidamente y se casaron rápido. Al principio vivían de alquiler, pero cuando la casera decidió vender el piso, se vieron sin opciones.
—Mamá, por favor, déjanos quedarnos un tiempo —rogó Adrián—. Encontraremos algo pronto.
Tatiana accedió, pero marcó reglas desde el primer día. Y supo de inmediato que la paz no duraría. Lucía era insolente, desafiante, respondía con sarcasmo. Cada día traía un nuevo motivo de conflicto.
Primero fueron las migajas en la mesa. Luego, la ropa tirada. Después, las puertas cerradas de golpe.
—¿Por qué os echaron? —preguntó Tatiana una tarde, sin poder contenerse.
—Vendieron el piso —contestó Lucía secamente.
—No te creo. En esos casos dan un mes de plazo, a vosotros os dieron dos días. Seguro que trataste a los caseros igual que a mí.
Lucía sonrió con sorna, se puso los auriculares y le dio la espalda.
Al día siguiente, Tatiana recogió las migajas y las esparció sobre la cama de Lucía. Ella estalló, gritó. La discusión fue tremenda.
Esa noche, Adrián regresó del trabajo. Escuchó a su madre y preguntó con calma:
—¿Todo esto es por unas migajas?
—¡Por la falta de respeto! —exclamó Tatiana—. O seguís mis reglas, o recogéis vuestras cosas.
Adrián prometió hablar con Lucía. Durante unos días, ella se comportó, pero luego todo volvió a ser igual. Hasta que, de repente, cambió: limpiaba, guardaba silencio, incluso preparó un postre.
Tatiana sospechó. Y con razón. Una semana después, su hijo le anunció:
—Mamá, vas a ser abuela.
En lugar de alegría, sintió decepción. Un niño, sin hogar fijo. Y una nuera que no soportaba.
—¡Ahora entiendo su cambio! ¡Tú la convenciste! —le reprochó—. Pero nada cambia. No viviréis aquí. Aún me queda para la jubilación.
Adrián no respondió. Y al día siguiente, en cuanto Tatiana salió a visitar a una amiga, Lucía invitó a sus amigas. La fabada se sirvió en sus platos.
Pero Tatiana regresó antes de lo esperado. Y los pilló en plena fiesta.
—Esta es mi casa, no un bar. ¡Largo de aquí! —ordenó—. Y tú, Lucía, prepara tus maletas.
Lucía se fue sin decir palabra. Esa noche, Adrián llegó y, al ver las maletas de su esposa en la puerta, recogió las suyas.
—Si te vas, no vuelvas —advirtió Tatiana.
Pero se fue. Durante meses, madre e hijo no hablaron. Con el tiempo, Tatiana llamó. Quedaron en una cafetería. Con Lucía, nunca más cruzó palabra.
Se convirtió en abuela, pero a distancia. Y si algo lamentaba, era haber abierto su puerta a una nuera que jamás entendió que el respeto no se gana con palabras, ni con ruegos. O se tiene, o no. Y sin eso, no hay familia que valga.