Suegra y Nuera

La Suegra y la Nuera

Teresa Martínez regresaba a casa con su habitual tranquilidad. Al girar la llave en la cerradura, escuchó voces dentro del piso. Voces ajenas. Se quitó los zapatos y, pisando de puntillas, se dirigió a la cocina.

Lo que vio allí le cortó la respiración.

Tres chicas jóvenes reían animadamente alrededor de la mesa. En el centro, como dueña de la situación, estaba su nuera, Lucía. En la cocina, una olla humeaba y el aroma de un cocido recién hecho impregnaba el aire. El mismo que Teresa había preparado esa mañana para la cena.

—¿Qué demonios es esto? —soltó ella con brusquedad, y un silencio sepulcral cayó sobre la habitación.

Lucía alzó la mirada y forzó una sonrisa:

—Mamá, solo son unas amigas que han venido a charlar. Les he invitado a comer. El cocido está riquísimo, ¡verdad?

Teresa recorrió la mesa con la mirada. En los platos de las invitadas, los restos de su cena. De la alacena, la vajilla buena. De la frutera, las manzanas compradas para el fin de semana.

Lucía llevaba casi dos años en la familia. Su hijo Javier se había enamorado perdidamente y se casaron deprisa. Al principio alquilaron un piso, pero cuando la casera decidió venderlo, se encontraron sin un lugar adonde ir.

—Mamá, por favor, déjanos quedarnos un tiempo —rogó Javier—. Encontraremos algo pronto.

Teresa accedió, pero impuso reglas desde el primer día. Y supo de inmediato que la tranquilidad sería imposible. Lucía era altiva, irrespetuosa, contestaba con desafío. Cada día traía un nuevo motivo de fricción.

Primero fueron las migajas dejadas en la mesa. Luego, la ropa tirada por el suelo. Después, las puertas cerradas de golpe.

—¿Por qué os echaron? —preguntó Teresa una noche, sin poder contenerse.

—Vendieron el piso —contestó secamente su nuera.

—No me lo creo. En esos casos dan un mes de plazo, a vosotros os dieron dos días. ¿O es que tratas a los caseros igual que a mí?

Lucía esbozó una sonrisa burlona, se puso los auriculares y le dio la espalda.

Al día siguiente, Teresa recogió las migajas de la mesa y las esparció deliberadamente sobre la cama de Lucía. Ella estalló, gritando. El escándalo fue monumental.

Esa tarde, Javier regresó del trabajo. Escuchó a su madre en silencio y solo preguntó:

—¿Todo esto por unas migajas?

—¡Por el falta de respeto! —exclamó Teresa—. O vivís bajo mis normas, o recogéis vuestras cosas.

Javier prometió hablar con Lucía. Durante unos días, ella actuó con decoro, pero pronto volvió a lo mismo. Y de pronto, un cambio radical: limpiaba, guardaba silencio, incluso hizo un postre casero.

Teresa desconfió. Y con razón. Una semana después, su hijo le soltó:

—Mamá, vas a ser abuela.

En lugar de alegría, sintió decepción. Un niño, y sin hogar. Y una nuera que no soportaba.

—¡Ahora entiendo por qué ha cambiado! ¡Tú la convenciste! —le espetó a su hijo—. Pero esto no cambia nada. No viviréis aquí. A mí aún me quedan años para la jubilación.

Javier calló. Y al día siguiente, en cuanto Teresa salió a visitar a una amiga, Lucía invitó a sus amigas. El cocido que había preparado se sirvió en los platos.

Pero Teresa regresó antes de lo esperado. Y se encontró con el «banquete» en pleno apogeo.

—Esta es mi casa, no un restaurante. ¡Fuera de aquí! —ordenó con firmeza—. Y tú, Lucía, haz las maletas.

Lucía salió sin decir palabra. Esa noche, llegó Javier. Al ver la maleta de su mujer en la entrada, recogió sus cosas en silencio.

—Si te vas, no vuelvas —dijo Teresa.

Pero él se marchó. Madre e hijo pasaron seis meses sin hablarse. Finalmente, Teresa se armó de valor y le llamó. Se vieron en una cafetería. Con Lucía, no volvió a cruzar palabra.

Teresa se convirtió en abuela, pero a distancia. Y si algo lamentaba, era haber permitido que su nuera cruzara aquel umbral. Porque el respeto no se gana con un vientre. O se tiene, o no se tiene.

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