Suegra versus trapo y sartén: antes nos rechazó, ahora nos invita, pero con sus condiciones

**Diario de Lucía**

Hace cinco años me casé con Javier. Fue una decisión serena, madura, tomada por amor y con la certeza de que superaríamos cualquier obstáculo. Pero antes de la boda, cuando fuimos a darle la noticia a su madre, su reacción fue como un balde de agua fría:

—No contéis con mi ayuda. Y no viviréis conmigo. Estoy acostumbrada a mandar en mi casa, y no pienso ceder mi lugar a nadie.

Javier y yo nos miramos. Yo, sobre todo, me quedé atónita. Durante su época de estudiante, fue ella quien lo animó a mudarse a un piso de alquiler. “Así será más fácil para todos”, decía. Y en ese mismo piso seguimos viviendo después de casarnos, ahorrando para algo nuestro.

Mientras, mi suegra tenía un amplio piso de tres habitaciones en el centro de Sevilla. Era de sus padres: su padre murió joven, y su madre vivió con ella hasta muy mayor. Mi suegra se divorció cuando Javier tenía unos seis años. Solo estuvieron casados cinco años. Una vez me confesó:

—No nací para ser una criada. Odio limpiar, cocinar, planchar. No soy una sirvienta, ¡soy una mujer! Debo vivir para mí.

Tras el divorcio, volvió a la casa de sus padres, donde su madre se ocupaba de todo. La abuela de Javier cocinaba, limpiaba, lavaba, y cuidaba tanto de su hija como de su nieto, porque ella “trabajaba mucho” y “hacía carrera”. Cuando la abuela envejeció y enfermó, las tareas del hogar no pasaron a mi suegra. No cedió. Jamás.

Luego, murió el padre de Javier. Él mantenía contacto con él. Según el testamento, el piso de su padre se dividió entre mi marido y su madrastra. Afortunadamente, la mujer fue razonable y accedió a vender su parte, así que Javier y yo la compramos. Nos instalamos, tuvimos un hijo. Y entonces empezó todo…

Cuando Marcos tenía solo seis meses, Javier se cayó en la calle y se rompió la pierna gravemente. La fractura fue complicada. Lo despidieron, y el dinero escaseaba. Yo no podía trabajar: un bebé, mi marido inmóvil, la hipoteca, la deuda con su madirstra. Ahorrábamos en todo. Entonces Javier, a regañadientes, llamó a su madre:

—Mamá, ¿podríamos mudarnos contigo un tiempo? Unos seis meses. Podemos alquilar nuestro piso, recuperarnos un poco…

Su respuesta fue fría e inmediata:

—¡Ni lo sueñes! ¡Aquí vive Rosa! Ella me ayuda en casa, lo hace todo, y vosotros solo me molestaríais.

Rosa era su prima mayor, soltera, sin hijos. Antes vivía en un pueblo, pero su casa se quemó. Mi suegra, “generosamente”, la acogió… para que limpiara, cocinara y lavara. Rosa se convirtió en su sirvienta. Y mi suegra no se avergonzaba:

—Vives en mi casa, comes de lo mío. ¡Ponte a trabajar! ¡No pienses estar aquí sin hacer nada!

Me daba pena Rosa. Parecía apagada, agotada, pero nunca se quejaba. Hasta que un día desapareció. Medio año después, Javier me contó:

—¿Sabes? ¡Rosa se escapó! Encontró a un hombre con casa y se marchó, sin despedirse.

Nos alegramos por ella. Una mujer dulce, merecedora de respeto, no de gritos y obligaciones. Pero ahora mi suegra estaba sola. ¿Quién limpiaría y cocinaría por ella?

Y de pronto… el teléfono. ¡Ella misma!

—Bueno, veníos a vivir aquí. Alquilad vuestro piso. Pero con una condición: ¡Lucía (o sea, yo) hará todo! Limpiar, cocinar, lavar, planchar. ¡Vamos, no es tanto! ¡Viviréis gratis!

Cuando Javier me lo repitió, me eché a reír.

—¿Le dijiste que ni loca? —pregunté.

—Claro —asintió él—. Se enfadó. Dijo que contrataría a una asistenta.

Que lo haga. Los dos trabajamos, ya salí de la baja maternal, Marcos va a la guardería. Tenemos nuestra casa, nuestra paz. No seré la criada de una mujer que ha huido de responsabilidades toda la vida, pero que no tuvo problema en vivir a costa de su madre.

Pasaron unos días, y volvió a llamar, preguntando con tono inocente: “¿Seguro que no os lo habéis pensado mejor?”.

No, no lo hemos pensado mejor. Y me pregunto: cuando se jubile, ¿tendrá dinero para una asistenta? ¿A quién rogará entonces? O quizá, solo quizá, agarrará el trapo, la sartén, la escoba… y por fin aprenderá a vivir como una adulta.

El tiempo lo dirá.

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