Suegra sin límites: el giro inesperado de los acontecimientos

La suegra que no conocía límites — y cómo todo cambió

Lucía regresaba a casa tarde — el trabajo se había alargado, la cabeza le zumbaba y el pecho le pesaba por el cansancio. No sabía que la esperaba una nueva ola de reproches y tensión. Al entrar en el piso, reconoció al instante esa voz familiar pero ya molesta que venía de la cocina:

—¡Ah, por fin llegas! —dijo con sorna Rosa María, la suegra de Lucía—. Ya es de noche y acabas de aparecer. ¿Es que tu trabajo es tan importante como para olvidarte de tu marido y de tu casa?

—Hubo un retraso, el proyecto era urgente —explicó Lucía con calma, dejando el abrigo en el perchero por pura rutina.

—Proyecto dice… Y tu marido con hambre, por cierto —siguió refunfuñando la suegra—. Los platos amontonados en el fregadero, la casa llena de polvo, y tú con cara de no haber dormido en días. ¿A esto le llamas ser una buena esposa?

Lucía asintió, agotada, y fue a cambiarse. Pero al regresar a la cocina, se detuvo en seco junto a la puerta. Desde la habitación contigua, le llegó la conversación entre Rosa María y Carlos. Lo que escuchó la dejó sin palabras.

—Mira, Carlitos, la hija de mi amiga Carmen, Elena, es otra cosa. Lista, de buena familia y, por cierto, muy interesada en ti —susurraba la suegra con tono adulador—. Y no le importa que estés casado. Total, esto no es para siempre…

A Lucía se le cortó la respiración. La sangre le subió a la cara. ¿Cómo podía decir algo así? Le dieron ganas de gritar, de arrojar algo pesado, pero en lugar de eso, entró al baño en silencio para no estallar.

Minutos después salió, apoyándose en la pared. Carlos se acercó rápidamente:

—Lucía, ¿qué te pasa?

—Nada. Solo un poco de estrés.

—¡Y ahora encima enferma! —intervino Rosa María—. Claro, así llama la atención.

Lucía no respondió, pero por la mañana se sintió peor. Ambulancia, hospital, pruebas. Una hora después, le comunicó a Carlos:

—No es nada grave. Solo que… estoy embarazada. Necesitamos tranquilidad y un poco más de cariño.

Carlos la abrazó con fuerza, las lágrimas de felicidad resbalando por su rostro. Pero la alegría duró poco.

Al volver a casa, Lucía descubrió que Rosa María seguía allí. Y lo peor: no tenía intención de callarse.

—¿Estás seguro de que ese niño es tuyo? —preguntó la suegra con frialdad cuando Lucía salió un momento.

—¿Mamá, estás en tus cabales? —replicó él, indignado.

—Ella siempre llega tarde, ni te das cuenta de cómo te manipula.

En el pasillo, Lucía se quedó paralizada. No podía soportarlo más. Entró en la habitación y dijo con firmeza:

—No pienso justificarme ni complacerte más. Este es tu piso, así que me iré. Carlos, tú decides: vienes conmigo o te quedas aquí. Pero no permitiré que me humillen. Voy a ser madre, y quiero criar a mi hijo con amor, no con odio.

—¡Muy bien! Que se vaya —dijo Rosa María con aire triunfal.

Pero Carlos no se movió. Se quedó mirando a su madre como si la viera por primera vez.

—¿Crees que aguanto todo esto por ti? No, mamá. A Lucía es a quien amo. A ti solo te compadezco. Has alejado a todo el mundo. Te has casado cuatro veces y no pudiste convivir con ninguno. ¿Y ahora quieres que siga tus consejos? No. Me voy. Construiré mi familia con Lucía. No te metas en mi vida.

Dio media vuelta y salió:

—¡Lucía! ¿Dónde está nuestra maleta grande?

Pasó un año. En un barrio nuevo, por el parque, caminaban tres personas: Carlos, Lucía y el pequeño Javier, dormido plácidamente en su carrito. Vivían en un piso que habían comprado juntos, cada uno aportando lo mismo. La vida no era fácil, pero eran felices.

—Se está poniendo frío —comentó Carlos—. ¿Volvemos a casa?

—Sí, Javier se despertará pronto.

Pero entonces Lucía notó algo extraño. Alguien los seguía, escondiéndose entre los árboles.

—Carlos, nos están siguiendo.

Él se detuvo en seco:

—¡Mamá! ¡Basta ya! ¿Hasta cuándo vas a jugar al espía?

De detrás de un árbol salió Rosa María. Lucía casi no la reconoció. No era la misma: encorvada, demacrada, con la mirada apagada.

—Yo… solo quería ver a mi nieto. Aunque fuera un momento…

—Podrías haber venido como una persona normal. Sabes dónde vivimos —respondió Carlos con frialdad.

—No me atreví. Me da vergüenza. Lo… lo he entendido todo. Perdonadme. Estaba equivocada. Lucía… no era por maldad. Creí que destruirías su vida, pero fue al revés…

Lucía guardó silencio. En su mente aún resonaban aquellas palabras del pasado. Pero ahora no tenía delante a la tormenta de antes, sino a una mujer mayor pidiendo perdón.

—Vamos a casa. Si quieres, puedes venir con nosotros. Si Carlos no se opone.

—No me opongo, mamá. Pero solo si es de verdad. Sin reproches, sin intromisiones.

—Lo juro. Solo quiero veros a veces. A Javier. A los dos. Nada más importa…

Esta vez, Lucía no guardó rencor. Caminaron juntos. Javier dormía, y Rosa María, en silencio, con una leve sonrisa, empujaba el carrito. El pasado había quedado atrás.

Hasta los corazones más duros pueden aprender a amar.

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