La suegra que no conocía límites — y cómo todo cambió
Ana llegaba a casa tarde — el trabajo se había alargado, la cabeza le zumbaba y en el pecho sentía el peso del cansancio. No sabía que la esperaba una nueva oleada de reproches y tensión. Al entrar en el piso, reconoció al instante esa voz familiar pero ya desgastada que venía de la cocina:
—¡Por fin! —dijo con sarcasmo Raquel, su suegra—. Ya es de noche y tú ahora apareces. ¿Es que tu trabajo importa más que tu marido y esta casa?
—Hubo un retraso, tenía un proyecto urgente —explicó Ana con calma, colgando el abrigo casi por inercia.
—Un proyecto, claro… Y mientras, mi hijo está sin cenar —siguió refunfuñando Raquel—. Los platos amontonados, la casa llena de polvo, y tú con cara de no haber dormido en días… ¿A esto le llamas ser una buena esposa?
Ana asintió, agotada, y fue a cambiarse. Pero al volver a la cocina, se detuvo en seco al oír la conversación entre Raquel y Javier, su marido. Lo que escuchó la dejó sin aliento.
—Javi, hijo, la hija de mi amiga Carmen, Laura, es otra cosa. Inteligente, de buena familia… Y, por cierto, está interesada en ti —susurró Raquel con tono adulador—. Y no le importa que estés casado. Al fin y al cabo, esto no es para siempre…
A Ana se le encogió el corazón. La sangre le subió a las mejillas. ¿Cómo podía decir algo así? Le entraron ganas de gritar, de arrojar algo, pero contuvo el impulso y se encerró en el baño para no perder los estribos.
Minutos después salió, apoyándose en la pared. Javier se acercó preocupado:
—Ana, ¿qué pasa?
—Nada. Solo un poco de estrés.
—¡Vaya, ahora se pone mala! —intervino Raquel—. Seguro que es otra forma de llamar la atención.
Ana guardó silencio, pero por la mañana se sintió peor. Ambulancia, hospital, pruebas. Y una hora después, le dio la noticia a Javier:
—No es nada grave. Solo que… estoy embarazada. Necesitamos calma y más cariño.
Javier la abrazó fuerte, con lágrimas de felicidad. Pero la alegría duró poco.
Al volver a casa, Ana descubrió que Raquel seguía allí. Y lo peor: no tenía intención de callarse.
—¿Seguro que el niño es tuyo? —preguntó la suegra con frialdad cuando Ana salió un momento.
—¡Mamá, ¿en qué estás pensando?! —estalló él.
—Ella siempre llega tarde, ni te das cuenta de cómo te manipula.
Ana, en el pasillo, se quedó helada. No podía soportarlo más. Entró en la sala y dijo con firmeza:
—No voy a justificarme ni a aguantar más. Es tu casa, así que me marcho. Javier, decide: ¿vienes conmigo o te quedas? Pero no permitiré que me humillen. Voy a ser madre, y quiero criar a mi hijo con amor, no con odio.
—¡Bien hecho! Que se vaya —replicó Raquel con aire triunfal.
Pero Javier no se movió. Miró a su madre como si la viera por primera vez.
—¿Crees que aguanto esto por ti? No, mamá. A Ana la amo. A ti solo te compadezco. Todos te han dejado. Cuatro matrimonios, y con ninguno pudiste convivir. ¿Y ahora quieres darme consejos? No. Me voy. Construiré mi familia con Ana. No te metas en mi vida.
Se giró y salió de la habitación:
—Ana, ¿dónde está la maleta grande?
Pasó un año. En un nuevo barrio, bajo la sombra de los árboles, caminaban tres: Javier, Ana y el pequeño Lucas, que dormía plácidamente en su carrito. Vivían en un piso que compraron juntos, a partes iguales. La vida era dura, pero feliz.
—Empieza a refrescar —comentó Javier—. ¿Volvemos?
—Sí. Lucas se despertará pronto.
Pero entonces Ana notó algo extraño. Alguien los seguía, escondiéndose tras los árboles.
—Javier, alguien nos vigila.
Él se detuvo brusco:
—¡Mamá! ¿Otra vez jugando a la espía?
De detrás de un árbol salió Raquel. Ana casi no la reconoció: encorvada, demacrada, con la mirada apagada.
—Yo… solo quería ver a mi nieto. Aunque fuera un segundo…
—Podrías haber venido como una persona normal. Sabes dónde vivimos —respondió Javier con frialdad.
—No podía. Vergüenza. Lo… lo entendí todo. Perdóname. Ana… no era maldad. Creí que arruinarías su vida. Pero fuiste al revés…
Ana calló. En su mente resonaban las palabras del pasado. Pero ahora no tenía delante a la tirana de antes, sino a una mujer mayor, pidiendo perdón.
—Vamos a casa. Si quieres, puedes acompañarnos. Si Javier no se opone —dijo al fin.
—Mamá, no me importa. Pero con una condición: sin reproches, sin interferencias.
—Lo juro. Solo quiero veros. A Lucas. A los dos. Nada más…
Esta vez, Ana no guardó rencor. Caminaron juntos. Lucas seguía durmiendo, mientras Raquel, en silencio y con una pequeña sonrisa, empujaba el carrito. El pasado había quedado atrás.
Incluso los corazones más duros pueden aprender a amar.