Oye, te voy a contar una historia que te va a sonar. La suegra se quedó todo el verano.
“Marisol, ¿qué tal si me quedo con vosotros este verano?” dijo Doña Carmen, secándose las manos con el trapo de cocina. “Los vecinos de arriba me han inundado el piso y ahora hay que hacer reformas. Los albañiles dicen que no terminarán hasta el otoño.”
Marisol se quedó paralizada, con el cucharón en alto sobre la olla de cocido. ¿Todo un verano con su suegra? ¿Tres meses bajo el mismo techo? Mentalmente repasó las vacaciones de los niños, los días libres de su marido, los planes de ir a la playa… Y todo ese tiempo con Doña Carmen dando opiniones, corrigiendo y poniendo esa cara de desaprobación.
“Claro, mamá,” escuchó decir a su propia boca. “Por supuesto, quédate. ¿Adónde vas a ir si no?”
“¡Pues qué bien!” se alegró la suegra. “No seré una carga, ya verás. Ayudaré, cuidaré de los niños. Tu Antonio se pasa el día en el trabajo, y tú aquí sola con los críos.”
Antonio, efectivamente, llegaba tarde a casa, pero Marisol llevaba perfectamente a Lucas, de diez años, y a Sofía, de siete. Hasta que Doña Carmen irrumpió en sus vidas con sus normas.
Al día siguiente, la suegra empezó a “organizar”. Lavó otra vez toda la vajilla porque, según ella, Marisol no aclaraba bien el jabón. Reordenó la nevera: “El jamón va en el estante de arriba, no tirado por ahí”. Y guardó los juguetes de los niños en cajas, metiéndolas en el trastero.
“¿Para qué tener esto por medio?” le espetó a Sofía, que buscaba su muñeca favorita. “Si juegas, lo guardas después.”
Sofía se echó a llorar, y Marisol, conteniéndose, fue a rescatar los juguetes.
“Doña Carmen, los niños tienen que sentirse libres en casa,” intentó razonar.
“Libres no significa como unos cerdos,” cortó la suegra. “En mis tiempos, los niños tenían modales.”
Lucas, al oír la conversación, refunfuñó y se encerró en su cuarto. Desde que llegó su abuela, solo recibía quejas: que la música muy alta, que mucho ordenador, que mucho ruido con los amigos.
Por la noche, Antonio llegó cansado y con hambre. Marisol le calentó la cena, pero Doña Carmen se adelantó.
“Antoñito, ¡estás en los huesos!” se lamentó, sirviéndole un plato hasta el borde. “Esta Marisol no te alimenta bien, todo son precocinados. Mañana voy al mercado, compraré carne fresca y haré albóndigas.”
“Mamá, no hace falta, tenemos de todo,” intentó pararla Antonio, pero ella ya estaba en su papel.
“¿Que no hace falta? ¡Eres mi hijo y me preocupo por ti! Además, aquí os veo descuidados… Camisas sin planchar, calcetines rotos. En mis tiempos, una mujer cuidaba bien de su marido.”
Marisol sintió que la sangre le hervía. Llevaba todo el día limpiando, cocinando, llevando a los niños al cole y a sus actividades, y ahora le salían con que no cuidaba de su familia.
“Yo cuido de mi familia,” dijo con voz baja pero firme. “Solo que los tiempos han cambiado, Doña Carmen.”
“Los tiempos, los tiempos,” bufó la suegra. “La familia sigue siendo lo primero.”
Antonio no dijo nada, comiendo su cocido en silencio. Nunca se metía en los conflictos entre su madre y su mujer, y eso a Marisol le sacaba de quicio.
A la semana, la situación era insoportable. Doña Carmen criticaba todo: la comida, la crianza de los niños, la limpieza. Se levantaba a las seis de la mañana haciendo ruido en la cocina para “desayunar como Dios manda”. Los niños se quejaban de que su abuela no los dejaba comer tranquilos, corrigiendo cómo sujetar el tenedor o cuánto masticar.
“Mamá, ¿y si vas a casa de tía Loli un tiempo?” sugirió Antonio durante otra discusión. “Ella siempre te invita.”
“¿Qué, aquí sobro?” se indignó Doña Carmen. “¡Ayudo, me esfuerzo, y me echáis! Loli vive en un piso minúsculo. ¿Os estorbo?”
“No es eso,” mintió Marisol. “Es que…”
“¿Es que qué? ¡Habla claro!”
“Es que tenemos formas distintas de ver la vida,” dijo Marisol con cuidado. “Y criamos a los niños de otra manera.”
“¡Ahá!” exclamó la suegra victoriosa. “¡Esa es la cuestión! ¿Mi educación no vale? ¡Pero mi Antoñito ha salido buen hombre, trabajador!”
“Mamá, basta,” pidió Antonio, exhausto. “Estamos todos nerviosos.”
“¡No basta!” siguió Doña Carmen. “Quiero saber en qué me equivoco. ¿Qué hago mal?”
Marisol respiró hondo. Quería gritar, pero se contuvo.
“No es eso,” repitió. “Pero cada familia necesita su espacio.”
“¡Espacio!” resopló la suegra. “¡Para tu propia madre, espacio! Qué tiempos estos…”
Lucas y Sofía se hacían pequeños en un rincón, asustados.
Al día siguiente, Marisol habló con ellos. “¿Cómo estáis, mis amores?” les preguntó, abrazándolos en el sofá.
“La abuela es rara,” admitió Sofía. “Siempre regaña y dice que no tenemos modales.”
“Y a mí me dijo que el ordenador me pudre el cerebro,” añadió Lucas. “Que en sus tiempos los niños jugaban en la calle.”
“La abuela es de otra época,” intentó explicar Marisol. “Quiere lo mejor para vosotros.”
“Pero me da miedo,” susurró Sofía. “¿Puedo comer aquí, no en la cocina?”
Marisol apretó a su hija. La casa ya no era su refugio. Todos caminaban de puntillas, evitando a la suegra.
Doña Carmen seguía imponiendo su orden. Lavó todas las toallas porque “olían raro”. Limpió los cristales, quejándose de las manchas. Tiró especias que, según ella, “estaban caducadas”.
“¿Por qué tiraste el pimentón?” preguntó Marisol al notar su falta.
“¿Para qué necesitáis eso?” se extrañó la suegra. “Las especias de verdad son sal, pimienta y laurel. Lo demás es tontería.”
“¡Pero yo cocino con eso!”
“Pues mal hecho. Le hacéis daño al estómago.”
Marisol escapó al baño, llorando en silencio bajo el agua de la ducha.
Esa noche, habló con Antonio. “No puedo más,” le dijo en la cama.
“Aguanta, cariño. No es para siempre.”
“¡Hasta el otoño! Los niños están asustados, yo al límite, y tú solo dices ‘aguanta’.”
“¿Qué quieres que haga? Es mi madre.”
“Habla con ella. Explícale que en esta casa hay otras normas.”
“Ya la conoces. Se ofenderá, sufrirá. Me da pena.”
“¿Y yo no? ¿Y tus hijos?”
Antonio se dio la vuelta sin responder.
Pero todo cambió un día. Marisol fue a recoger a Sofía de ballet y se retrasó. Al volver, encontró a Lucas llorando y a Doña Carmen discutiendo con Antonio.
“¿Qué pasa?” preguntó Marisol.
“¡Este mocoso ha roto mi taza de cristal!” acusó la suegra. “¡La que me regaló tu padre! ¡Lo ha hecho a propósito!”
“¡Fue sin querer!” lloró Lucas. “Se me resbaló cuando ponía el té.”
“¡Mentira! ¡La tiró al suelo!”
“Lucas no haría eso,” defendió Marisol.
“