Suegra que nunca está quieta

La suegra que no para quieta

Cuando mi suegra, Rosa Martínez, anunció que se mudaba con su madre, la abuela Carmen, al pueblo y nos cedía su casa a mí y a Antonio, casi salto de alegría. ¡Una casa propia! Espaciosa, con jardín, terraza, donde podríamos criar a nuestros hijos y hacer barbacoas los fines de semana… ¡Era un sueño! Antonio y yo ya imaginábamos cómo decorar las habitaciones, pintar las paredes y celebrar una fiesta de inauguración. Pero resulta que Rosa Martínez no planea quedarse tranquila ni en el pueblo ni en ningún otro sitio. No para de volver, revolviendo la casa de arriba abajo, y ya no sé cómo lidiar con esta situación. Claro que es una mujer llena de energía, pero sus costumbres y sus visitas constantes están convirtiendo nuestro sueño en un circo sin fin.

Todo empezó hace seis meses. Rosa Martínez, que por cierto ya pasa de los 60, de repente decidió que quería estar más cerca de su madre, la abuela Carmen, que tiene 85 años. “Debo ayudar a mamá —declaró—. Y a vosotros, los jóvenes, os vendrá bien la casa”. Antonio y yo estábamos encantados. La casa era grande, sólida, con huerto y hasta un viejo manzano en el jardín. Empezamos a planificar la reforma enseguida, soñando con hacer una habitación para nuestro hijo y un despacho para Antonio. Rosa Martínez recogió sus cosas, dejándonos la mitad de los muebles, y se marchó al pueblo, a tres horas de viaje. Entonces pensé: “¡Ahora por fin viviremos tranquilos!”. Error mío.

Dos semanas después de la mudanza, mi suegra apareció en la puerta. “¡Me he aburrido del pueblo!”, anunció mientras arrastraba una maleta enorme. Yo, ingenua, creí que venía solo el fin de semana. Pero no, Rosa Martínez se quedó un mes entero. Y en ese mes cambió todos los muebles de sitio en el salón porque “así fluye mejor la energía”, trasplantó mis plantas alegando que las regaba mal e incluso empezó a cocinar comidas de las que Antonio ahora huye. Su plato estrella es una sopa con tantas cebollas que los ojos te lloran antes de llegar a la cocina. Intenté insinuar que tenemos nuestras propias costumbres, pero ella solo me respondió: “Lucía, eres joven, aún tienes que aprender a llevar una casa”.

Cuando ya no pude más, le dije: “Rosa, agradecemos la casa, pero ahora es nuestra. Déjanos vivir a nuestra manera”. Y ella contestó: “Ay, Lucía, no protestes, que lo hago por vuestro bien”. Y se volvió al pueblo. Respiré aliviada, pensando que sería una visita puntual. Pero qué va.

Desde entonces, mi suegra no ha dejado de inmiscuirse. Viene sin avisar, a veces unos días, otras semanas. Y cada vez es como un huracán. O decide que el jardín está “abandonado” y se pone a cavar arrancando mis rosales porque “no sirven para nada”. O empieza una limpieza general tirando mis revistas antiguas que, por cierto, coleccionaba. Una vez incluso trajo un armario viejo del pueblo diciendo que era “una reliquia familiar” y lo plantó en medio del salón. Antonio solo se ríe: “Mamá, ¡pareces una decoradora!”. Pero a mí ya no me hace gracia. Estoy al límite.

Lo más curioso es que en el pueblo parece que todo le va bien. La abuela Carmen, a pesar de su edad, está llena de vida: cultiva la huerta, ordeña las cabras y hasta se sienta con las vecinas a cotillear. Pero mi suegra dice que allí “se aburre” y que “tiene que comprobar cómo nos va”. ¡Comprobar! Por no hablar de cómo me critica por educar a mi hijo. “Lucía, eres demasiado blanda, ¡debería ayudar en casa!”, dice, mientras le llena de chucherías y le deja ver dibujos hasta la medianoche. No sé cómo hacerle entender que queremos ser dueños de nuestra propia casa.

Hace poco exploté y hablé con Antonio: “Tu madre nos está volviendo locos. ¿Podríamos pedirle que venga menos?”. Él respondió: “Lucía, solo quiere ayudar. Ten paciencia, se acostumbrará al pueblo”. ¿Paciencia? ¡Ya no puedo más! Hace poco Rosa Martínez anunció que quiere venir todo el verano para “ayudar con la huerta”. Me imaginé tres meses de su “ayuda” y casi entro en pánico. Y ayer llamó para decir que nos había encontrado el “perro perfecto”, un animal peludo que recogió en el pueblo. “¡Necesitáis un amigo!”, dijo. Antonio está encantado, y yo, aterrada. Ya tenemos suficientes “amigos” con mi suegra.

Estoy pensando cómo solucionar esto. ¿Quizá proponerle algún taller en la ciudad? Bordado, baile… lo que sea para tenerla ocupada. ¿O regalarle un viaje a la playa? Porque pronto empezaré a soñar con mudarme a otro país. Bueno, exagero, pero la situación se está yendo de las manos. Antonio promete hablar con ella, pero sé que le da pena. Y yo me compadezco de mí misma y de nuestro sueño de un hogar tranquilo.

Me pregunto, ¿las demás tienen suegras así? ¿Y cómo lo llevan? Porque yo ya estoy lista para escribir un manual: “Cómo sobrevivir a una suegra incansable”. Por ahora intento controlarme y recordar que esta casa es nuestra, y que Rosa Martínez es solo una visita. Pero si de verdad trae ese perro, creo que empezaré a hacer las maletas. O al menos me esconderé en el sótano hasta que termine el verano.

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