Suegra que no descansa

**La suegra que no para quieta**

Cuando mi suegra, Carmen García, anunció que se mudaba con su madre, la abuela Teresa, al pueblo y nos cedía su casa a mí y a Javier, casi salto de alegría. ¡Una casa propia! Amplia, con jardín, terraza, donde podríamos criar a los niños y hacer barbacoas los fines de semana… ¡era un sueño! Javier y yo ya imaginábamos cómo decorar las habitaciones, pintar las paredes y celebrar una fiesta de inauguración. Pero pronto descubrimos que Carmen no tenía intención de quedarse quieta en el pueblo o en ningún otro sitio. No para de aparecer por casa, revolviéndolo todo, y ya no sé cómo lidiar con este problema. Es una mujer llena de energía, sí, pero sus manías y visitas constantes han convertido nuestro sueño en un circo sin fin.

Todo empezó hace seis meses. Carmen, que por cierto ya pasa de los 60, decidió de pronto que quería estar más cerca de su madre, la abuela Teresa, quien, para que nos entendamos, tiene 85 años. *“Tengo que ayudar a mi madre”*, declaró. *“Y a vosotros, los jóvenes, os vendrá bien la casa”*. Javier y yo estábamos encantados. La casa era grande, sólida, con huerto e incluso un viejo manzano en el jardín. Inmediatamente empezamos a planear reformas, soñando con el cuarto de niño para nuestro hijo y el despacho para Javier. Carmen empaquetó sus cosas, dejándonos parte de los muebles, y se fue al pueblo, a tres horas de distancia. Pensé: *“Ahora sí, por fin viviremos tranquilos”*. Qué equivocada estaba.

A las dos semanas de su partida, mi suegra apareció en la puerta. *“¡Echaba de menos la ciudad!”*, dijo, arrastrando una maleta enorme. Yo, ingenua, creí que vendría solo un fin de semana. Pero no. Carmen se quedó un mes entero. En ese tiempo, cambió los muebles de sitio porque *“así fluye mejor la energía”*, trasplantó mis plantas porque *“las riego mal”* e incluso se puso a cocinar comidas de las que ahora Javier huye. Su plato estrella es un cocido con tanta cebolla que los ojos se llenan de lágrimas solo con olerlo. Intenté insinuar que teníamos nuestras costumbres, pero ella solo respondió: *“Laura, eres joven, aún aprenderás a llevar una casa”*.

Al final, perdí la paciencia. *“Carmen —le dije—, agradecemos la casa, pero ahora es nuestro hogar. Déjanos vivir a nuestra manera”*. Ella contestó: *“Ay, Laura, no protestes, ¡solo quiero ayudaros!”* Y se volvió al pueblo. Respiré aliviada, pensando que sería algo puntual. Pero no fue así.

Desde entonces, mi suegra no ha parado de inmiscuirse. Viene sin avisar, a veces por unos días, otras por semanas. Y cada vez es como un huracán. O decide que el jardín *“está abandonado”* y se pone a cavar arrancando mis rosales porque *“no sirven para nada”*. O hace una limpieza general y tira mis revistas antiguas, que, por cierto, coleccionaba. Una vez trajo un viejo armario del pueblo, diciendo que era *“una reliquia familiar”*, y lo puso en medio del salón. Javier solo se ríe: *“Mamá, ¡pareces una decoradora!”*. Pero a mí ya no me hace gracia. Estoy al límite.

Lo peor es que en el pueblo, la abuela Teresa está estupenda: cuida su huerto, ordeña las cabras y hasta cotillea con las vecinas. Pero Carmen dice que allí *“se aburre”* y que *“tiene que vigilar cómo lo llevamos”*. ¡Vigilar! Y ni hablamos de cómo me da lecciones sobre la crianza de mi hijo. *“Laura, eres demasiado blanda, ¡tiene que ayudar en casa!”*, dice… mientras le llena de chuches y le deja ver dibujos hasta medianoche. No sé cómo hacerle entender que queremos ser dueños de nuestra propia casa.

Hace poco, exploté y hablé con Javier. *“Tu madre nos está volviendo locos —le dije—. ¿Podríamos pedirle que venga menos?”*. Él respondió: *“Laura, solo quiere sentirse útil. Dale tiempo, se acostumbrará al pueblo”*. ¿Tiempo? ¡Ya estoy al borde del colapso! Hace poco anunció que quiere pasar todo el verano con nosotros para *“ayudar con el huerto”*. Me imaginé tres meses de su *“ayuda”* y casi me da un ataque. Ayer llamó para decir que nos había conseguido *“el perro perfecto”*, un animal peludo que encontró en el pueblo. *“¡Os viene bien compañía!”*, dijo. Javier está entusiasmado. Yo, aterrorizada. Ya tenemos suficiente *“compañía”* con mi suegra.

Empiezo a buscar soluciones. ¿Quizá apuntarla a algún taller en la ciudad? Bordado, baile… lo que sea para tenerla ocupada. ¿O regalarle un viaje a la playa? Porque pronto estaré soñando con mudarme al extranjero. Bueno, es broma… pero la situación se me escapa de las manos. Javier promete hablar con ella, pero sé que le da pena. Yo solo me compadezco de mí misma y de nuestro sueño de un hogar tranquilo.

Me pregunto: ¿los demás también tienen suegras así? ¿Cómo lo llevan? Porque ya estoy lista para escribir un manual: *“Cómo sobrevivir a una suegra imparable”*. De momento, trato de recordar que esta casa es nuestra y que Carmen es solo una visita. Pero si de verdad trae ese perro, igual empiezo a hacer las maletas. O me escondo en el sótano hasta que acabe el verano.

**Lección aprendida:** Las buenas intenciones pueden volverse una pesadilla si no hay límites. A veces, hay que ser firme, aunque duela, para proteger nuestro espacio y paz.

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