Ay, te cuento esta historia que me pasó con mi suegra, que se ofendió por todo… Llevo tres años casada con Adrián, mi marido. No tenemos hijos todavía, aunque ya rondan los pensamientos por ahí. Todo este tiempo vivimos de alquiler en el centro de Valencia, no porque no pudiéramos permitirnos algo mejor, sino porque mi suegra, Carmen Martínez, no nos dejó meternos en su piso de una habitación que llevaba años vacío.
Ella crió a Adrián sola. El piso se lo dieron de la fábrica textil donde trabajó veinte años. Luego se casó otra vez.
—Mi padrastro era buena persona, casi un padre para mí— me contaba Adrián—. Pero con mi madre siempre había broncas. Se quejaba de que no tenía suficiente dinero, nunca le alcanzaba.
El padrastro tenía una hija de su primer matrimonio. Quiso adoptar a Adrián, pero Carmen se negó en redondo— no quería perder las ayudas del Estado. Cuando se mudó con su nuevo marido, cerró su piso con llave. Ni lo reformó, ni lo alquiló— total, para qué.
Después de la boda, le pedimos que nos dejara vivir allí. Aunque fuera pequeño, era algo nuestro. Pero ni escuchó:
—Pronto me divorcio— nos soltó—. Es un cutre, vago e inútil. Solo estoy con él por interés. Si me divorcio y ya estáis vosotros ahí, ¿dónde voy a ir?
Y efectivamente, se divorció, aunque no se movió de casa. Pero luego vino la desgracia— el padrastro falleció. Carmen estaba convencida de que el piso de dos habitaciones sería suyo, pero resultó que la heredera era su hija.
Por entonces, también murió mi abuela, que me había dejado su acogedor piso. Íbamos a reformarlo y mudarnos, pero Carmen armó un escándalo:
—¡Yo lo cuidé cuando esa niña ni siquiera lo visitaba! Le hacía la comida, le llevaba medicinas, ¡y ahora ella se queda con el piso en Madrid, y yo con esta pocilga! ¡Qué justicia!— gritaba por teléfono.
Todo se lo buscó ella: no quiso la adopción, no quiso vivir con nosotros. Discutir era inútil. Al final, tuvo que volver a su piso vacío y descuidado. Sin muebles, sin comodidades— solo las paredes.
A Adrián le dio pena y decidió arreglarlo un poco, aunque fuera pintarlo. Yo le propuse llevar los muebles de mi abuela, que íbamos a cambiar igualmente. Estaban limpios, en buen estado— viejos, pero dignos.
Carmen había sacado algunas cosas del piso de su difunto marido, pero casi todo era electrodomésticos empotrados, que ni valía la pena llevarse. Y la hija del padrastro— lista ella— no soltó ni un adorno valioso.
Cuando llegamos con los muebles, montó un numerito:
—¿Esto qué es? ¿Me estáis dando vuestra basura? ¡Mi marido muerto y vosotros tratándome como una mendiga! ¡Os compráis todo nuevo y a mí me tiráis trastos viejos! ¡Qué vergüenza!— chilló en el portal.
Y eso que el sofá de mi abuela solo tenía cuatro años y apenas se usó. Los muebles nuevos nos los compraron mis padres. ¿Por qué pensó que teníamos que amueblarle su piso entero? Misterio. Encima exigió que nos lo lleváramos todo. Empezó con reproches: que si teníamos dinero para reformas pero no para ayudarla.
Nos dimos media vuelta y nos fuimos. Los muebles se quedaron en el pasillo. Pensé que Adrián volvería el fin de semana a recogerlos, pero no. Carmen llamó a un vecino y se lo metió todo ella misma. Supongo que se dio cuenta de que no tenía margen para remilgos, sobre todo con la cartera vacía.
Y así sigue. Con rencor, con muebles prestados, pero con su orgullo intacto. Aunque, eso sí, el orgullo no te hace la cena ni te tapa por las noches…