Suegra murmuraba a mis espaldas: secretos y susurros en la familia española

La suegra susurraba a sus espaldas.

—¡María del Carmen, pero qué dices! —La voz de Carmen Martos vibraba de indignación—. ¿Cómo puedes decir esas cosas de mi nuera?

—¿Qué he dicho yo? —La vecina fingió sorpresa, ajustándose las gafas—. No he dicho nada malo, solo he notado que tu Lucía anda rara estos días. O está muy cansada, o…

—¿O qué? —Carmen dio un paso hacia la valla—. ¡Termina la frase!

—Pues no sé… —María del Carmen bajó la voz hasta convertirla en un susurro, pero lo suficientemente alto para que se oyera en todo el vecindario—. A lo mejor está… ¿en estado? Y lo está ocultando. Porque, mira, ya van tres años de casados y sin hijos…

Lucía se quedó paralizada tras la verja, apretando la bolsa del pan. Había salido a comprar y, sin querer, había escuchado la conversación. Ahora no podía moverse. El corazón le latía tan fuerte que parecía que todo el barrio lo oía.

—¡María del Carmen, qué tonterías dices! —La suegra hizo un gesto de desprecio—. Son jóvenes, están centrados en sus carreras. Lucía trabaja en un banco, tiene un puesto importante. No es momento para niños.

—Sí, claro, la carrera… —La vecina alargó las palabras—. Pero yo la veo salir por las mañanas, pálida, con ojeras. Y últimamente va más al supermercado. Ayer la vi frente a la farmacia, mirando algo en el escaparate…

A Lucía le recorrió un escalofrío. Era cierto, había estado en la farmacia mirando tests de embarazo, pero no se había atrevido a comprar uno. El miedo la paralizaba desde hacía semanas: miedo a lo desconocido, a hablar con su marido, a que su vida cambiara para siempre.

—¡Deja de inventar historias! —Carmen Martos frunció el ceño—. Lucía es una chica maravillosa y trabajadora. Si hubiera algo, me lo diría. Nos llevamos bien.

—Nos llevamos bien… —repitió María del Carmen con un tono extraño—. ¿Sabías que llama a su madre todas las noches? Habla un rato largo, pero en cuanto llega Adrián, cuelga.

Lucía cerró los ojos. Era verdad, llamaba a su madre a diario, sobre todo últimamente. Pero no para ocultar nada, sino porque con ella se sentía comprendida. Podía hablar del trabajo, de sus miedos, de esos días en los que solo quería estar sola.

—¿Y qué hay de malo en eso? —defendió la suegra—. A todas nos gusta hablar con nuestras madres.

—Claro, claro —asintió la vecina, pero con voz melosa—. Aunque Manoli me contó que vio a Lucía llorando en la parada del autobús. Iba del trabajo, con un pañuelo en la mano…

Lucía recordó ese día. Sí, había llorado, pero no por problemas familiares. Su mejor amiga del banco había sido despedida, y el jefe había insinuado que habría más recortes. El miedo a perder el empleo, justo cuando ella y Adrián ahorraban para un piso, la aplastaba cada vez más.

—Oye, María del Carmen —la voz de Carmen Martos se endureció—, ¿adónde quieres ir a parar? Habla claro.

—Nada, nada —la vecina se apresuró a responder—. Solo creo que tiene algún problema. ¿O quizás…? —bajó aún más la voz— ¿No irá bien con Adrián?

—¡Con mi hijo va perfectamente! —saltó Carmen—. Se quieren, ¡eso se nota!

—Sí, se nota… —murmuró María del Carmen—. Pero ¿no te has fijado en que Adrián llega más tarde a casa? Y va más arreglado… Camisa nueva, colonia…

Lucía apretó los puños. Adrián tenía un proyecto importante en el trabajo, y siempre le contaba todo. La camisa se la había regalado ella por su cumpleaños, y la colonia también.

—María del Carmen —dijo Carmen Martos con voz clara y serena—, te pido que no difundas rumores sobre mi familia. Si tienes pruebas, habla. Si no, guárdate tus conjeturas.

—¡Pero si solo me preocupo por la chica! —se ofendió la vecina—. Algo le pasa, ¿no lo ves? Quizás necesita ayuda.

—Si la necesita, la pedirá —cortó la suegra—. Tú, de momento, preocúpate por tus cosas.

Lucía oyó el chirrido de la puerta: Carmen se marchaba. María del Carmen siguió un rato murmurando junto a la valla antes de desaparecer también.

Lucía entró en el patio minutos después, cuando ya no quedaba nadie. Al abrir la puerta, sus manos temblaban. En el recibidor la esperaba su suegra, una mujer alta y seria, con el pelo canoso recogido en un moño.

—Lucía, ¿dónde estabas? —Carmen la miró con atención—. Estás muy pálida.

—Fui a comprar pan —mostró la bolsa—. Carmen, ¿podemos hablar?

—Claro, pasa a la cocina. ¿Quieres un té?

Se sentaron frente a frente. Lucía giraba la taza entre las manos sin saber por dónde empezar. Su suegra esperaba en silencio.

—He oído… lo que decía María del Carmen… sobre mí —balbuceó Lucía.

—Ajá —asintió Carmen—. ¿Y qué has oído exactamente?

—Que cree que estoy embarazada, o que Adrián y yo tenemos problemas…

Carmen dejó la taza sobre la mesa y la miró fijamente.

—¿Hay algo de cierto en eso?

Lucía levantó la vista.

—Si estuviera embarazada, se lo habría dicho. De verdad. No soy de ocultar cosas.

—¿Y lo de los problemas con Adrián?

—No hay ningún problema. Nos queremos igual que siempre. Es solo que… —hizo una pausa— en el trabajo están recortando personal, y tengo miedo de que me despidan. Y con el piso que queremos comprar…

—¿Por qué no me lo habías contado? —preguntó Carmen con suavidad.

—No quería preocuparos. Pensé que lo resolvería sola.

Carmen se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Cariño, somos familia. Tus problemas son los nuestros. Adrián lo sabe, ¿verdad?

—Sí. Me apoya, dice que encontraremos una solución. Pero le veo agobiado con su proyecto…

—Ya veo —Carmen suspiró—. Y María del Carmen, en vez de ayudar, solo siembra cizaña. Esta mujer hace de un grano de arena una montaña.

—¿Siempre habla así de los demás? —preguntó Lucía.

—Por desgracia, sí. Pero hoy me ha tocado la fibra porque iba de ti.

A Lucía se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Me ha dolido oír esas cosas… Como si hiciera algo malo.

—Lucía —dijo Carmen con cariño—, tú no haces nada mal. Eres una buena esposa para mi hijo y una buena nuera para mí. Los cotillas siempre encontrarán de qué hablar. No les hagas caso.

—Pero si ella lo dice, otros también pensarán…

—¿Y qué nos importa? —replicó Carmen—. No vivimos para los vecinos. Mira, ¿sabes qué? Se lo contaré a Adrián. Que sepa qué se cuece a nuestras espaldas.

—No —Lucía se apresuró a decir—. Ya tiene bastante estrés en el trabajo.

—Como quieras. Pero si oyes más rumores, dime. No permitiré que hablen mal de mi familia.

En ese momento, se oyeron pasos en el recibidor. Adrián había llegado.

—¡Mamá, Lucía, ya estoy aquí! —gritó mientras se quitaba los zapat

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