Suegra jubilada sin nieto: “Crié a mi hijo, lo demás no es asunto mío”

Cuando me casé con Javier, creía que todo iba a salir bien. Éramos jóvenes, enamorados, llenos de sueños. Él estudiaba ingeniería en la universidad, y yo estaba terminando magisterio. Los dos veníamos de pueblos pequeños y queríamos quedarnos en Madrid, donde estudiábamos. Después de la boda, pedimos una hipoteca para un piso pequeño en las afueras. Parecía el inicio de nuestra vida adulta. Todo saldría bien si trabajábamos duro.

Pero al año, todo se torció. Quedé embarazada y perdí mis trabajos extras. Mi beca y los pequeños ingresos ya no alcanzaban. Javier trabajaba, pero su sueldo apenas nos daba para comer. La hipoteca nos ahogaba cada mes. Entonces decidimos alquilar nuestro piso y mudarnos con mi suegra. “Es temporal”, nos decíamos. “Solo un par de años, hasta que nos estabilicemos.”

La madre de Javier, Carmen, acababa de jubilarse —oficialmente, aunque solo tenía cincuenta años—. Una mujer llena de energía, siempre arreglada, con su maquillaje y ropa nueva. Nunca se había metido en nuestra relación, no llamaba cada cinco minutos ni daba consejos no pedidos. Al principio, pensé que había tenido suerte. Era tranquila, sensata, culta. ¿Qué más podía pedir?

Cuando le dijimos que nos mudaríamos con ella, suspiró, pero nos dejó entrar. Sin entusiasmo, pero sin protestar. Ocupamos un cuarto pequeño, pusimos la cuna del bebé. Yo esperaba que, al nacer el niño, ella ayudaría. Aunque fuera un par de horas, para que pudiera dormir un poco o ducharme en paz. Pero en el hospital, cuando Javier le enseñó las primeras fotos de nuestro hijo, soltó una frase que nunca olvidaré:

—Recuerda: yo ya crié a mi hijo. Ahora me toca disfrutar de mi jubilación. Soy abuela, no una niñera gratis.

Esa noche lloré en silencio, abrazando al bebé. ¿Cómo podía ver a su propio nieto como un extraño? Con esa frialdad…

Pero no teníamos opción. Seguimos viviendo allí. Yo agarraba cualquier trabajo: escribía artículos, corregía exámenes, traducía textos. El dinero apenas alcanzaba para pañales y comida. Y Carmen… seguía su vida. Por las mañanas iba al gimnasio, por las tardes al teatro con sus amigas. Ponia la tele a todo volumen cuando el niño dormía. Si pedías ayuda, la respuesta era siempre la misma: “No es mi obligación”.

Mi madre, que vivía en Toledo, no lo entendía:

—¡Yo no me separaría de mi nieto! ¡Es una alegría! ¿Cómo puede ser tan fría?

Pero de nada servía. Mis padres estaban lejos, trabajaban. No podían ayudarnos. Y nosotros vivíamos en una carrera contrarreloj.

Cuando el niño creció, lo metimos en la guardería. Yo empecé a trabajar. El sueldo era modesto, pero fijo. Soñaba con salir de la pobreza, terminar de pagar la hipoteca y mudarnos. Pero el niño no paraba de enfermar: fiebre, tos, gastroenteritis… Me pasaba los días de baja. Mi jefe empezó a mirarme mal, los compañeros a murmurar. Una vez me dijo sin rodeos:

—Necesitamos una empleada, no una madre soltera. O dejas de faltar o buscas otro trabajo.

Apretando los dientes, hablé con Carmen. Con un hilo de esperanza:

—Carmen, ¿podrías cuidar al niño un par de días mientras trabajo?

Dejó la taza de café y respondió tranquilamente:

—Una hora o dos, sí. ¿Pero todo el día? No. Eso ya es hacer de niñera. Estoy cansada. Ahora me toca descansar.

Y listo. Ni un ápice de empatía. Salí de la cocina con un nudo en la garganta.

Al final, contratamos a una canguro. Caro, pero menos que perder el trabajo. Y Carmen seguía ahí, pasando junto al niño como si fuera un mueble.

La ironía: teniendo una abuela viva y sana, pagábamos a una desconocida por lo que ella podría haber hecho. Por amor, por solidaridad, por simple humanidad. Pero Carmen vivía bajo un lema: “Mi vida es solo mía. Vuestros hijos, vuestro problema”.

Sí, técnicamente no estaba obligada. Pero ¿cómo le explicas eso a un bebé que le tiende los brazos y ella le da la espalda?

Ahora el niño tiene tres años. Poco a poco hemos mejorado. Con mejores sueldos, volvimos a nuestro piso. La hipoteca aún pesa, pero al menos vivimos solos. Carmen a veces llama, pregunta por su nieto. Pero nunca se ofrece a venir, ni a llevarlo al parque, ni a celebrar su cumpleaños. Es una “abuela de palabra”.

Y lo más triste: él ni siquiera la recuerda. Si un día me pregunta: “¿Tengo abuela?”, no sabré qué contestar.

¿Vosotros qué pensáis? ¿Una abuela debe ayudar? ¿O tiene derecho a vivir para sí misma? ¿Dónde está el límite entre la vida personal y la calidez humana?

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