Suegra jubilada, pero sin nieto: “Crié a mi hijo, lo demás no es asunto mío

Cuando me casé con Antonio, creía que todo saldría bien. Éramos jóvenes, enamorados, llenos de sueños. Él estudiaba ingeniería en la universidad, yo estaba terminando magisterio. Los dos veníamos de pueblos pequeños y soñábamos con quedarnos en Madrid, donde estudiábamos. Tras la boda, pedimos una hipoteca para un piso pequeño en las afueras de la ciudad. Pensé que era el inicio de nuestra vida adulta. Todo saldría bien con esfuerzo.

Pero al año, todo se torció. Quedé embarazada y perdí mis trabajos temporales. Mi beca y los pequeños ingresos ya no bastaban. Antonio trabajaba, pero su sueldo apenas alcanzaba para comer. La hipoteca nos ahogaba. Entonces decidimos alquilar nuestro piso y mudarnos con su madre. “Solo un par de años”, nos decíamos, “hasta que nos recuperemos”.

La madre de Antonio, Carmen López, acababa de jubilarse —oficialmente, aunque apenas tenía cincuenta años. Una mujer enérgica, siempre arreglada, maquillada, con ropa nueva. Nunca se había metido en nuestra relación, ni llamaba a cada rato para dar consejos. Al principio, pensé que había tenido suerte: una suegra discreta y educada. ¿Qué más podía pedir?

Cuando le anunciamos que nos mudaríamos con ella, suspiró, pero aceptó. Sin entusiasmo, pero sin negarse. Ocupamos un cuarto pequeño, pusimos la cuna del bebé. Yo esperaba que, al nacer el niño, Carmen ayudaría. Aunque fuera un poco: sostenerlo mientras me duchaba, mecharlo un rato. Pero en el hospital, cuando Antonio le enseñó las primeras fotos de nuestro hijo, dijo algo que nunca olvidaré:

—Recuerda esto: yo ya crié a mi hijo. Ahora tengo mi merecida jubilación. Soy abuela, no una niñera gratis.

No supe qué responder. Lloré esa noche, abrazando al bebé. Era su nieto, su sangre. Y ella lo miraba como a un extraño. Fría. Distante.

Sin opción, seguimos viviendo allí. Yo agarré cualquier trabajo: artículos, correcciones, traducciones. El dinero apenas daba para pañales y comida. Mientras, Carmen seguía su vida: gimnasio por las mañanas, teatro con sus amigas por las noches. Ponia la tele a todo volumen cuando el niño dormía. Si pedías ayuda, respondía: “No es mi obligación”.

Mi madre, desde Albacete, no lo entendía:

—¡Yo no me separaría de mi nieto! ¡Es una alegría! ¿Cómo puede ser tan fría?

Pero no servía de nada. Mis padres estaban lejos, trabajando. No podían ayudarnos. Nosotros seguíamos ahogándonos.

Cuando el niño creció, lo metimos en la guardería. Yo encontré un trabajo fijo. El sueldo era modesto, pero estable. Soñaba con escapar de la pobreza, terminar de pagar la hipoteca y vivir por fin solos. Pero el niño no paraba de enfermar: fiebres, tos, gastroenteritis. Yo faltaba constantemente al trabajo. El jefe empezó a mirarme mal, los compañeros a murmurar. Una vez me dijo sin rodeos:

—Necesitamos una empleada, no una madre soltera. O dejas de faltar, o busca otro sitio.

Apretando los dientes, me acerqué a Carmen. Con esperanza:

—Carmen, ¿podrías quedarte con él un par de días mientras trabajo?

Dejó la taza de café y respondió tranquila:

—Una o dos horas, puedo. ¿Pero todo el día? No. Eso ya es hacer de niñera. Estoy cansada. Ahora quiero descansar.

Y así, sin un ápice de compasión. Salí de la cocina con un nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar.

Antonio y yo tomamos una decisión: contratamos a una canguro. Caro, pero más barato que perder el trabajo. Y Carmen seguía ahí, pasando junto al niño como si fuera un mueble.

El absurdo era evidente: con una abuela viva y sana, pagábamos a una desconocida por lo que ella podría haber hecho —por amor, por simple humanidad. Pero Carmen vivía bajo un lema: “Mi vida es solo mía. Vuestros hijos son vuestro problema”.

Sí, técnicamente no estaba obligada. Pero ¿cómo explicárselo a un bebé que le tendía los brazos mientras ella giraba la cara?

Ahora el niño tiene tres años. Poco a poco nos recuperamos. Subieron nuestros salarios, volvimos a nuestro piso. La hipoteca sigue ahí, pero al menos vivimos solos. Carmen llama de vez en cuando, pregunta por su nieto. Pero no muestra iniciativa: ni paseos, ni visitas en su cumpleaños. Es una “abuela de papel”.

Y lo más triste: él ni la recuerda. Cuando pregunte: “¿Tengo abuela?”, no sé qué responderé.

¿Y vosotros? ¿Debe una abuela ayudar? ¿O tiene derecho a vivir para sí misma? ¿Dónde está el límite entre la vida personal y la calidez humana?

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