Suegra indignada por “limosna”: consideró un insulto los muebles viejos

Hace ya tres años que estoy casada. Aún no hay hijos, aunque el deseo de ser madre lleva tiempo flotando en el aire. Todo este tiempo, mi marido y yo vivimos en un piso de alquiler en el centro de Sevilla, no porque no pudiéramos permitirnos otra cosa, sino porque mi suegra, Doña Carmen Martínez, no nos dejó mudarnos a su piso de una habitación, que llevaba años vacío.

Crió a mi marido, Carlos, sola. El piso se lo dieron hace tiempo de la fábrica textil donde trabajó veinte años. Más tarde, se volvió a casar.

—Mi padrastro era buena persona, de verdad hizo de padre para mí —contaba Carlos—. Pero con mi madre siempre había peleas. Se quejaba de que no había dinero, de que todo le faltaba.

El padrastro tenía una hija de un matrimonio anterior. Quiso adoptar a Carlos, pero Doña Carmen se negó en redondo, temiendo perder las ayudas del Estado. Cuando se mudó con su nuevo marido, cerró con llave su piso. Ni siquiera lo había reformado, no quiso alquilarlo: “No tiene sentido”, decía.

Tras la boda, le pedimos que nos dejara vivir allí, aunque fuera modesto, al menos era un techo propio. Pero mi suegra no quiso ni oír hablar del asunto:

—Estoy a punto de divorciarme —anunció—. Es un mezquino, un vago, un inútil. Solo me quedé con él por interés. Si me divorcio, ¿adónde iré si vosotros ya estáis allí?

Y, en efecto, pronto pidió el divorcio. Pero no se apresuró a irse. Hasta que la desgraciada la alcanzó: el padrastro falleció. Doña Carmen estaba segura de que aquel piso de dos habitaciones sería suyo. Pero resultó que la herencia estaba a nombre de su hija.

Por entonces, también murió mi abuela, que en vida me había traspasado su acogedor piso. Carlos y yo empezamos a reformarlo, planeando la mudanza. Pero todo se truncó con el berrinche de Doña Carmen.

—¡Yo lo cuidé en sus últimos días, mientras su hija ni siquiera venía a visitarlo! ¡Yo le preparaba la comida, le llevaba las medicinas! Y ahora ella, esa tal Lucía, vivirá en Madrid con la herencia, ¡y yo en este piso húmedo y pequeño! ¡Así es la justicia! —gritaba por teléfono.

Todas estas desgracias se las creó ella misma: no quiso la adopción, no quiso vivir con nosotros. Discutir era inútil. No le quedó más remedio que volver a su piso vacío, abandonado. Sin muebles, sin condiciones. Solo cuatro paredes.

A Carlos le dio pena. Decidió arreglar un poco el lugar, al menos darle un repaso. Yo, por mi parte, propuse llevar allí los muebles de mi abuela, ya que íbamos a cambiarlos por unos nuevos. Estaban limpios, en buen estado, aunque no fueran recientes.

Doña Carmen había logrado llevarse algo de lo que quedaba en el piso de su difunto marido, pero eran electrodomésticos empotrados, que poco sentido tenía quitar. Y la hija de él, lista como ella sola, no quiso ceder nada de valor.

Cuando llevamos los muebles, mi suegra armó un escándalo:

—¡Qué es esto! ¿Me estáis tirando vuestros trastos viejos? ¡Mi marido muere y me tratáis como a una basura! ¡Os compráis todo nuevo y a mí me quieres dejar estos despojos! ¡Vergüenza! —gritó ahí mismo en el portal.

Aunque el sofá de mi abuela solo tenía cuatro años y apenas lo había usado. Los nuevos muebles nos los compraron mis padres. Por qué pensó que teníamos que amueblarle todo el piso, es un misterio. Encima, exigió que nos lo lleváramos todo. Nos reprochó: “Dinero para reformar tenéis, pero para vuestra madre no”.

Nos dimos media vuelta y nos fuimos. Los muebles quedaron en el pasillo. Pensé que Carlos volvería el fin de semana a recogerlos. Pero no. Mi suegra llamó a un vecino y los metió ella misma. Al parecer, se dio cuenta de que no podía seguir haciendo teatro, sobre todo cuando la bolsa estaba vacía.

Así sigue. Con rencores, con muebles ajenos, pero con su orgullo intacto. Aunque, como se vio, el orgullo no cocina la cena ni te arropa por las noches.

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