Suegra exige ayuda cada fin de semana hasta que puse un alto: No soy su empleada y nadie dictará mi horario.

**Diario de un Hombre**

Desde el principio de mi matrimonio, hice todo lo posible por llevarme bien con mi suegra. Durante ocho años, aguanté carros y carretas con una sonrisa. Cuando mi esposa y yo nos mudamos del pueblo a Madrid, su madreIsabel Méndeznos llamaba cada semana. Siempre con la misma canción: «Venid este fin de semana, ¡necesitamos ayuda!» A veces para clasificar patatas, otras para cavar el huerto o incluso para ayudar a su hija pequeña a empapelar la pared. Y cada vez, íbamos. Como títeres.

Pero ya no tengo veinte años, y mi vida no es un camino de rosas. Trabajo cinco días a la semana, crío a dos niños y llevo la casa. Yo también merezco un respiroaunque sea un domingo para descansar.

Para Isabel, éramos mano de obra gratis. Al primer signo de cansancio, replicaba: «¿Y quién lo hará si no vosotros?» Vale, pero nunca era una urgencia real. Un día, me pidió que no fuera a su casa solo para mandarme a ayudar a su hija, Lucía, a pintar el salón. Fui, como un tonto. ¿Y adivina qué? Mientras yo corría con el rodillo y la cinta métrica, esa «princesa» de Lucía se pavoneaba frente al espejo, admirándose las uñas recién hechas y poniendo el hervidor por enésima vez.

Mi mujer lo veía todo. No era tonta, sabía que se aprovechaban de nosotros. Pero nunca abría la bocaal fin y al cabo, era su madre. Así que seguí aguantando. Hasta que un día

Un sábado, simplemente dejé de acompañarla. Sin dramas. Sin explicaciones. Me quedé en casa, diciendo que tenía otros planes.

Naturalmente, a Isabel no le gustó. Inmediatamente interrogó a su hija¿por qué de pronto era tan «desagradecido»? Mi mujer me rogó que fuera, «aunque solo fuera para hacerle el favor». Pero ya estaba harto de esa farsa.

Tengo treinta y cinco años. Derecho a descansar, no a servir a quienes no mueven un dedo. No veía en ellos gratitud ni respeto. Solo exigencias.

Aquél fin de semana, por fin cuidé de mi hogar. Lavé la ropa acumulada, cociné un buen guiso y el domingo me regalé un libro, tumbado en el sofá. Una auténtica delicia. Hasta que tocaron el timbre.

Era Lucía.

Sin saludar, sin la más mínima educación, me soltó su rabia: era un egoísta, maleducado, un traidor para la familia. Me recordó mi «deber»pues formaba parte de ella.

La escuché, le deseé un buen día y cerré la puerta.

Pero no terminó ahí. Esa misma noche, Isabel apareció en mi casa. Apenas entró, me acusó de ingrato y despectivocuando ella lo había «dado todo». La miré, y todas esas horas cocinando, limpiando y arreglando su jardín volvieron a mi memoria.

Y ahí estaba, dándome lecciones.

Fue la gota que colmó el vaso.

Sin decir nada, abrí la puerta y le señalé la salida. Aturdida, masculló algo antes de marcharse. Volví a mi libro y, por primera vez en años respiré.

No era ira. Era libertad. La certeza de que mi tiempo solo me pertenecía a mí. Y si le debía algo era a mí mismo y a mis hijos.

Esa noche, me dormí con el corazón ligero. Por fin libre.

**Lección aprendida:** A veces, decir «no» es el mejor favor que te haces a ti mismo. La familia debe sumar, no restar.

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Suegra exige ayuda cada fin de semana hasta que puse un alto: No soy su empleada y nadie dictará mi horario.