Suegra en busca de romance mientras cuido a su nieta

Mi suegra, Dolores Martínez, lleva muchos años viviendo sin marido. El divorcio con el padre de mi esposo fue duro, y ella prácticamente crió a su hijo sola. No le faltó atención masculina —es una mujer con carácter, de esas que no pasan desapercibidas—, pero nunca volvió a casarse. Decía que temía que un padrastro hiciera daño a su niño. Con su temperamento, desde luego, no habría permitido algo así. Al final, su juventud se fue en trabajar y sacar adelante a su hijo. Ni pensar en citas: su mente estaba ocupada en cómo mantenerlo y educarlo bien, especialmente cuando su exmarido no solo no pagaba la pensión, sino que no aportaba ni un euro.

Y hay que reconocer que lo logró. Por eso le estoy profundamente agradecida. Mi marido es un hombre responsable y cariñoso, y sé que es mérito suyo.

Pero el hijo creció, se casó, tuvimos una niña, y Dolores encontró una nueva razón para vivir: su nieta. Le encanta cuidarla: la lleva al parque, le hace magdalenas, le cuenta cuentos. Parecería que todo estaba en calma, pero no… de repente, su vida dio un giro que aún me deja atónita.

Antes de Navidad, conoció a un hombre. Fue casualidad, en la cola de un centro comercial en el centro de Sevilla. Hablaron, intercambiaron números, y comenzó todo. Él, Alfonso González, es militar de profesión, comandante retirado, también divorciado y vive solo. Según mi suegra, tienen tanto en común que es cosa del destino. A ambos les gustan las películas clásicas españolas, pasear por las orillas del Guadalquivir y leer los mismos libros. Hasta toman el té igual —sin azúcar y con un trozo de limón—. ¡Parece el guión de una telenovela!

Pero aquí está el problema: Alfonso no para de invitarla a salir. Mi marido y yo trabajamos hasta tarde, y nuestra hija pasa casi todo el tiempo con su abuela. ¿Llevar a una niña pequeña a una cita romántica? Obviamente, no es opción. Ayer, Dolores me llamó y casi me atraganto con el café: “Mari Carmen, ¿puedes quedarte con Lucía esta tarde? Es que yo… voy a salir un ratito, a una cita”.

La verdad, me costó no reírme. ¿Una cita? ¿A su edad? Tiene más de cincuenta, y ahí va, como una quinceañera, a pasear con su pretendiente y luego, nada menos, ¡a una exposición de arte moderno! Le propuse: “Que Alfonso venga a tu casa, tomáis algo, y Lucía está tranquila”. Pero no, mi suegra se puso firme: “No es lo mismo, Mari Carmen, tiene que ser una cita de verdad, con paseo, con conversación bajo las estrellas”. ¡Como si fuera la protagonista de un melodrama!

Al final, tuve que pedir salir antes del trabajo. Mi jefe me miró como si estuviera loca, pero accedió. Ahora me pregunto: esto no será cosa de una sola vez. Por cómo le brillan los ojos cuando habla de Alfonso, algo me dice que no se quedará en una cita. Ya presiento que tendré que pedir días libres o buscar urgente una guardería para Lucía. Porque, parece ser, esto va en serio. Hasta ha insinuado que Alfonso es un hombre formal, y que quizá hasta hablen de boda. ¡Una boda! ¡A su edad!

No digo que no merezca ser feliz, claro. Pero, ¿acaso a esta edad la felicidad está en los hombres? ¿No debería estar en disfrutar de los nietos, hacerles tortitas o llevarlos al parque? ¿O me equivoco? Tal vez el amor no entiende de años, y hasta en la jubilación puede llegar esa persona especial. Pero aún así, no me cabe en la cabeza: mi suegra, para mí siempre ejemplo de rectitud y orden, ahora se ha convertido en una damisela soñadora.

No quiero herir sus sentimientos. Que lo intente, que se sienta feliz. Quizá el destino llama a su puerta cuando menos lo esperaba. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿las abuelas tienen derecho a una vida personal? ¿O solo les queda ocuparse de los nietos y pasar las tardes tejiendo frente al televisor? Al final, quizá la lección sea esta: nunca es tarde para vivir, y el amor no tiene fecha de caducidad.

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