**10 de octubre**
Vivíamos en un pueblecito tranquilo junto al río Ebro, donde el tiempo parecía moverse con calma y todos se conocían por su nombre de pila. Mi esposo, Javier, y yo habíamos conseguido una hipoteca para nuestro piso, con la ilusión de empezar una vida estable. Pero el destino tenía otros planes: Javier perdió su trabajo de repente. Yo trabajaba como economista desde casa, pero mi salario apenas alcanzaba para mantener a nuestros dos hijos pequeños. Los ahorros se esfumaban, y cada mes era más difícil pagar tanto la hipoteca como la guardería.
Entonces, mi suegra, Carmen, nos propuso mudarnos a su casa, un amplio piso de tres habitaciones, y alquilar el nuestro. Aceptamos con el corazón encogido. No vivía sola: su hija, Lucía, compartía una habitación con su novio, Rafa, y la tercera era para nosotros. Nuestro cuarto era diminuto, apenas cabían una cama, un sofá para los niños y un pequeño armario.
Los primeros días fueron tranquilos, pero en cuanto Javier salía a buscar trabajo, comenzaba el infierno. Carmen y Lucía no tenían reparos en llamarme “gorrona”, “aprovechada”, o “mantenida”. Cada palabra era como un cuchillo. ¿Aprovechada? Cuando mis padres vendieron su casa, usé mi parte para la entrada de la hipoteca. Pero los insultos eran solo el principio.
Podían volcar mi champú, manchar mi ropa o romper mis cosméticos. Solo me dejaban lavar a mano, “para no gastar luz”. La ropa la secaba en el radiador de nuestra habitación, porque el tendedero estaba en su terraza. Y con la comida, peor: entregábamos dinero, pero si Javier no estaba, me reprochaban cada bocado. La guardería era mi salvación; allí, al menos, los niños comían bien. Intentaba pasar desapercibida hasta que él volvía.
Trabajar en casa era una tortura. Lucía y Rafa ponían la música a todo volumen, riendo como hienas. Usaba auriculares, pero sus gritos atravesaban cualquier silencio. Le rogaba a Javier que hablara con ellas, pero él solo pedía paciencia: “Es temporal, pronto tendré un sueldo mejor”. No veía lo que pasaba, porque delante de él, eran encantadoras.
Hasta que un día, la verdad salió a la luz. Javier enfermó y se quedó en casa sin avisar. Cuando volví de dejar a los niños, encontré a Rafa en la entrada. “Eh, tráeme una cerveza, ahora”, gruñó. Me negué, y empezó a gritar que no valía para nada. Cuando intenté pasar, me agarró del brazo: “Si no lo haces, te quedarás en el rellano como una perra”. De la cocina salió Carmen, sonriendo con veneno: “Y saca la basura, ya que no sirves para más”.
Entonces, la puerta se abrió de golpe. Javier, rojo de furia, apareció. Carmen se escondió en la cocina, y Rafa palideció. Javier lo agarró del cuello y lo lanzó al pasillo. “Si vuelves a faltarles el respeto a los míos, no nos verás nunca más”, dijo, cerrándole la puerta en la cara.
Ese mismo día, contactamos a los inquilinos y les pedimos que devolvieran el piso. Al mes, estábamos de vuelta. Pero Javier fue más lejos: vendió su parte del piso familiar a unos parientes lejanos. Carmen y Lucía, incapaces de vivir en esa “comunidad”, se mudaron a un estudio en las afueras.
Ahora, Carmen actúa como si Javier no existiera. No llama, no escribe. Pero él solo suspiró aliviado. “Envenenaban nuestra vida”, me dijo. “Ahora somos libres”. Y tenía razón: nuestro hogar volvió a ser nuestro refugio.
**Lección aprendida:** La familia no es solo sangre. A veces, la paz viene de saber cuándo alejarse.