Suegra causó nuestro divorcio, pero encontré la felicidad.

En un pequeño pueblo costero, donde el aroma del mar se mezcla con el graznido de las gaviotas, yo, Lucía, conocí a mi primer amor en la época del instituto. Se llamaba Javier, y por entonces era el novio de mi mejor amiga. Ni siquiera me atrevía a soñar con él, y él tampoco parecía fijarse en mí. Nuestros caminos se separaron, y lo olvidé, hasta que el destino nos volvió a unir en la gran ciudad, donde los dos estudiábamos en la universidad.

—Lucía, sigues igual de guapa— me sonrió Javier cuando nos encontramos por casualidad en una cafetería. Sus palabras hicieron que mi corazón latiera más rápido.

—Y tú igual de bocazas— me reí, sintiendo que entre nosotros saltaba una chispa.

—¿Recuerdas que me gustabas?— me guiñó un ojo.

—Quizá tú tampoco me dejabas indiferente— confesé, pero rápidamente cambié de tema.

Pasamos toda la tarde hablando, riendo, recordando viejos tiempos. Javier me acompañó hasta la residencia, y en los días siguientes quedamos un par de veces más. Luego desapareció, como si se lo hubiera tragado la tierra. Terminé mis estudios, regresé a mi pueblo y conseguí un buen trabajo en una empresa local. La vida transcurría tranquila hasta que volví a verlo.

Fue una mañana soleada en el paseo marítimo. Javier, con una camisa ligera y la guitarra al hombro, paseaba con amigos, celebrando algo. Sus ojos brillaron al reconocerme.

—¡Lucía, pero qué casualidad!— exclamó, abrazándome con tanta fuerza que casi me ahogo.

—¿Qué se celebra a estas horas?— pregunté, sorprendida.

—Nada, solo disfrutando la vida— respondió con despreocupación.

Me encogí de hombros y seguí caminando, pero al anochecer apareció en mi portal con un ramo de flores. No sabía mi número de piso, así que se limitó a esperar a que saliera. Su visita me pilló por sorpresa.

—¡Qué susto!— me reí, aceptando las flores.

—¿Tan feo soy?— respondió, fingiendo enfado.

Fuimos al supermercado, preparamos una cena íntima con vino y velas. Javier me miraba como si yo fuera el centro de su universo.

—Siempre he pensado en ti— confesó, alzando su copa.

—Venga, no empieces— le quité importancia, aunque sus palabras me llenaron de calor.

—¿No crees que el destino nos quiere juntos?— insistió.

—Ay, por favor— sonreí, pero en el fondo, sabía que tenía razón.

Hablamos hasta tarde, y le propuse quedarse a dormir, no como amante, sino simplemente para evitar que volviera de noche. A la mañana siguiente, me fui al trabajo dejándole una nota y las llaves. Caminando por la calle, de pronto me topé con su madre, Doña Carmen. No la veía desde el colegio, y justo ahora aparecía.

—Hola, Lucía— asintió con sequedad. —¿No habrás visto a mi vago de hijo?

—Sí, anoche— respondí, sintiendo incomodidad.

—¿Borracho?— frunció el ceño.

—No, tranquila— murmuré, apresurando el paso.

Un año después, Javier y yo nos casamos. Antes de la boda, su madre fue encantadora: me agradecía por “hacer entrar en razón” a su hijo, le ayudó a encontrar trabajo y a dejar la vida de fiesta. Creí que seríamos una familia. Pero en cuanto anunciamos la boda, Doña Carmen se convirtió en mi peor enemiga. Su actitud cambió, como si le hubiera robado a su hijo.

Javier tampoco era quien parecía. El primer año de matrimonio fue un cuento, pero luego se relajó. Empezó a beber, a ser grosero, incluso a levantar la mano. Y su madre no hacía más que avivar el fuego.

—Si te pega, es porque te quiere, ¿de qué te quejas?— me espetaba con desdén.

Aguanté en silencio, tragando el dolor. Hasta mi propia madre me decía que no rompiera el matrimonio, y me avergonzaba confesarle a mis amigas el marido que había elegido. La vida se convirtió en una pesadilla: temía volver a casa, pero no tenía adónde ir.

Hasta que un día, caminando, escuché una voz conocida:

—¡Lucía!— era Daniel, un viejo amigo, antiguo vecino.

—Hola— sonreí débilmente, conteniendo las lágrimas.

—No pareces tú— notó, acercándose.

—Estoy bien— mentí.

—Vamos, hablemos— propuso, señalando su coche.

Acepté; cualquier cosa era mejor que volver a casa. Daniel sacó una botella de vino, algo de fruta, y nos fuimos a la playa. Bebí un sorbo, y de pronto todo salió. Le conté todo: Javier, su madre, mi dolor. Él escuchó en silencio, y luego, con suavidad, apartó un mechón de mi cara y me abrazó.

—Me siento en paz a tu lado— susurré.

—Quiero estar contigo, Lucía— dijo de repente. —Siempre lo he querido, pero estabas con Javier, luego te casaste…

Me besó, y no lo detuve. En ese momento entendí que merecía más que una vida de miedo. Daniel me llevó a casa y quedamos en vernos al día siguiente. Pero al bajarme del coche, me quedé helada: en un banco, Doña Carmen sonreía con veneno.

—¡Pillada, zorrita!— señaló con el dedo. —¡Siempre supe que no eras para mi hijo!

En casa, ya le había contado todo a Javier, mostrándole las fotos que había sacado. Él me miró, con rabia y dolor en la mirada.

—¿Es verdad?— preguntó.

—Sí— contesté sin apartar los ojos. —Largo. Y llévate a tu madre. Esta es mi casa.

Recogí sus cosas y las puse en la puerta. Se fueron sin decir palabra. Al día siguiente, presenté el divorcio, sintiendo un peso enorme caer de mis hombros. Ahora soy feliz como nunca. A mi lado está Daniel, un hombre que me quiere y me valora. Y mi suegra, que soñaba con nuestro divorcio, sin querer me regaló la libertad y una vida nueva.

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MagistrUm
Suegra causó nuestro divorcio, pero encontré la felicidad.