Suegra cancela la boda y me difama ante el novio: “Volvió con su ex

En una fría noche de enero, cuando la ventisca arrancaba de los árboles las últimas hojas de esperanza, Isabel estaba sentada junto a la ventana, apretando entre sus manos un trozo de papel. Una simple nota, escrita con la letra de un hombre, era su despedida. Cinco años de matrimonio se habían desvanecido en aquellas líneas. Alejandro se había ido. Simplemente empacó sus cosas y desapareció sin dar una explicación clara. Solo dijo una cosa: “Nuestros caminos ya no están juntos”.

Isabel no lo entendía. Todo había ido bien. Ahorraban juntos para comprar una casa, se apoyaban mutuamente, compartían las alegrías y las penas. Ella amaba a Alejandro con toda su alma. ¿Y él? Solo se esfumó, dejando un vacío y un dolor que no cesaba.

Lloró toda la noche. A la mañana siguiente, apretando los dientes, fue a trabajar. Y entonces, sobre su escritorio, encontró flores. Un detalle pequeño, pero que le atravesó el corazón. “¿De quién son?”, preguntó. “De Javier, el técnico de sistemas”, respondieron sus compañeras con una risita. Isabel se sorprendió. Nunca se había fijado en cómo él le traía café cada mañana, o cómo dejaba chocolatinas con notas cariñosas en su mesa. Y ahora, flores. Las arrojó a la basura sin pensarlo. Era demasiado pronto.

Pero todo cambió. Javier era persistente y amable. No presionaba, no exigía, simplemente estaba allí. Ocho meses después, la invitó a conocer a sus padres. Isabel sintió un nudo en el estómago. “¿Qué pensará tu madre de mí? Acabo de divorciarme…”, murmuró. “Mi madre es buena gente, no te preocupes”, la tranquilizó Javier.

Y, en efecto, al principio, la madre de Javier, Doña Carmen, pareció acogedora y educada. La cena fue perfecta. Isabel respiró aliviada. Dos meses después, cuando Javier le propuso matrimonio, aceptó sin dudar. Por fin creyó que la felicidad era posible.

Pero una semana antes de la boda, Doña Carmen llamó a Isabel y le dijo que la esperaba fuera de su trabajo.

—No se lo digas a Javier— insistió.

Isabel salió. Doña Carmen estaba junto al coche con un sobre en la mano. “Seguro que quiere hablar de los detalles de la boda”, pensó Isabel. Pero se equivocaba.

—Escúchame, cariño, has atrapado a mi hijo demasiado rápido— comenzó Doña Carmen con voz serena pero helada.

—Perdone, pero… ¿no fue él quien me pidió casarse?— balbuceó Isabel, confundida.

—No sé qué historias te habrás inventado, pero no voy a dejarte arruinar su vida. Aléjate mientras sea de buena manera. No quiero que sufra— dijo, y se marchó.

Isabel se quedó estupefacta. Al día siguiente… Alejandro la llamó.

—Tenemos que hablar— dijo él.

Se encontraron. Hablaron de nada en particular. Él parecía tranquilo, incluso sonreía. Luego la besó en la mejilla y se fue. “¿Qué ha sido esto?”, se preguntó Isabel. No había respuesta.

Esa noche, al llegar a casa, Javier la esperaba.

—Hola— murmuró, besándole la frente.

—Pareces tenso…— notó Isabel, inquieta.

—Ven— la llevó a la cocina. Allí, dejando el móvil sobre la mesa, dijo—: Mira esto.

En la pantalla había una foto. Ella y Alejandro. Abrazados. En el momento de su despedida. Una imagen tomada a escondidas.

—Esto lo ha hecho tu madre…— Isabel estaba al borde del colapso.

—Sí, ella me la envió. Pero tú… tú dejaste que se acercara. No puedo ignorarlo— dijo Javier con frialdad.

—¿No me crees?— sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No sé en qué creer. Vamos a posponer la boda. Me voy de casa— anunció, tomó una maleta y se marchó.

Isabel se quedó sola. Otra vez. Como si estuviera atrapada en un círculo sin fin. Cada vez que empezaba a creer, a esperar, a abrirse… alguien la derribaba. Se sentó en la cocina, recordando las palabras de Javier, las de Doña Carmen, la mirada de Alejandro, aquella fotografía.

“¿Estaré maldita? ¿O es que acaso no merezco ser feliz?”, pensó, mirando la oscuridad tras la ventana.

Y, tras las paredes, la ventisca seguía azotando.

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