Clara miró el teléfono con cara de desesperación. El día de su cumpleaños, en vez de abrazos y regalos, le había caído una llamada de la suegra.
—¡Clara, cariño! No serás otra vez esos tres días de visita, ¿no? Por favor, acércate más. ¡Ya hace un mes que no te veo! —dijo María Dolores con entusiasmo—. ¿Y por qué no vienes con los niños, que se lo pasan tan bien por aquí?
—Feliz cumpleaños, María Dolores. Ya sabes que hasta que resolvamos los temas del colegio de los chicos no podremos planear nada. —Clara colgó con velocidad y suspiró.
«Ay, Diosito. La típica llamada premamá. Trae regalitos, el pastel es de chocolate con almendra, pero detrás, el frasco de aceite de oliva para mi menopausia».
Pablo, su marido, era un alfeñique de su suegra. Dice él que es tradición: “Hay que querer a los mayores”. Claro, como si el hecho de que vives a tres ciudades de distancia te excusa de todo. Clara había intentado sugerir viajes a otras zonas de la península, escapadas a la playa o incluso al norte, donde podrían hacer senderismo y comer mariscos recién pescados. Pero Pablo, con cara de no entender el chácharo, repetía una y otra vez: “Es un homenaje. Somos una familia”.
La vida era una lata.
***
—Clara, ya entiendo que es costumbre, pero ¿por qué no nos tomamos un descanso este año? —sugerí—. Podríamos pasarlo con tu madre. Ella siempre está encantada de vernos.
—Sí, claro. Mamá está más activa que un saltamontes. Siempre encuentra la manera de venir. Mamá de él, en cambio, ni en sueños.
—No es que sea mala —repuso Pablo—, pero se siente sola tanto tiempo sin nosotros. Solo quiere pasar tiempo con los chicos, ¿no lo ves?
—Sé exactamente qué quiere. Nuestra sobrina Edu, la hermana de Pablo, una si no más que una. A ella sí le gustaría venir, se ofrece, pero está con su vida y sus estudios. A María Dolores solo le interesan las fotos bonitas. Los chicos en bikini, como modelos, listos para mostrar a las amigas. Un Instagram de lujo.
—Pero si no la tenemos en cuenta, se sentirán como si no les perteneciera a ellos. No es normal ni justo.
—Eso es una falta de cariño —sentencié Clara.
—A mí mamá me parece una tía genial. Va al colegio, les prepara un gazpacho en verano, los lleva al pueblo con su bisabuela. Lo hace todo por su familia. Como la mismísima santa de Montserrat.
—Y a ella también le gusta. Mamá de él, en cambio, les da patatas fritas y le pide que no hagan ruido. A veces es como si no entendiera el concepto de “niños”. —
—¡Basta! —Pablo exhaló frustrado—. Es diferente. Mamá es joven, está abierta a nuevas experiencias. Mamá de él, en cambio, lleva veinte años en la misma comunidad de propietarios. Tiene un estilo de vida antiguo. Si no queremos herir sus sentimientos, tenemos que ir.
—Entiendo. —Clara le miró con cara de tristeza—. Pero si vamos, por favor, inténtame escuchar. Esto ya no me sienta.
***
El viaje fue un drama. Pablo se mantuvo malhumorado después de la conversación. Clara intentó animar a los niños con canciones, juegos y una parada en un parque de atracciones, pero todo era en vano. Sentía que el silencio de Pablo era una réplica de los silencios de María Dolores: lleno de malentendidos.
La villa de la suegra en Granada era grande, con una piscina y barbacoas, pero no podía ocultar el aire tóxico. María Dolores siempre tenía comentarios que fuera (“¿Y con ese vestido corto? ¿No tienes calor?”, “Llámame por mi nombre completo, acuérdate”, “Espero que no te la hayan quitado los años.”). Clara ya lo sabía todo.
Cuando llegaron, María Dolores les esperaba en la puerta con un ramo de flores y un gesto dulce.
—¡Hijos, os he estado esperando! —exclamó—. ¿A qué esperáis para entrar?
Clara entró y notó cómo Pablo la miraba. Parecía decir: “¿Ves? Todo está bien. Te conté mal los problemas con mamá?”. Pero no, no todo estaba bien.
—María Dolores, los chicos llegan de madrugada del cole. Por favor, no los reprendas por si están metiendo ruido. —Clara dijo esto con un tono intencionalmente alto, para que Pablo lo escuchara.
—Calla, cariño. Solo digo que deberías ayudar al pobre Pablo a saber viajar con equipaje estricto. Unas maletas no hacen mal. —María Dolores frunció el ceño—. Pablo está comiendo poco últimamente. ¿Te das cuenta? Se parece tanto a su padre que parece que es él, pero un poco más chillón.
Clara explotó.
—Sí, claro, como si papá no comiera igual. De hecho, veo que os cuidáis mejor que nosotros. ¿O es que no me equivoco? —
—Clara, aguanta más si es posible. —Pablo lanzó una mirada de advertencia.
—No, no aguanto. Es una semana, Pablo. Podrías intentar entender que no me gustan sus críticas en cada momento. —
—Yo solo intento que sea una experiencia agradable. —
María Dolores volvía su atención a los niños.
—Vamos, muchachotes. ¿Y qué han estropeado en estos días de festejo? —
Los chicos se sintieron heridos.
—María Dolores, por favor. —Intercedí Clara—. Son niños. Como futboleros, hacen ruido. ¿Podrías darles un poco de aire?
—¿Y cómo quieres que vaya la cena si están correteando por ahí? —
—Mejor en la cocina, con el sonido del televisor. —
—Clara, estás comportándote como si fueras la señora de la casa. —
—No es eso lo que queremos. Solo que los niños puedan ser niños. —
***
Al final de la comida, todo salió a lo Bestia. María Dolores se enfadó con Clara.
—¿Cómo te atreves a coger el cucharón de sopa? —preguntó—. ¿Quién te autorizó a tocar mi platón de pollo? Los únicos que lo hacen son invitados.
—Es comida. No lo puedes enviar a un museo. —
—¡Te prohíbo tocar cualquier utensilio en este hogar! —
—Y yo te prohíbo meterme en mi propia vida familiar. —
Pablo no puso freno. Solo observó. Y decidió que, después de tantos años, ya era hora de que Clara tuviera voz.
«El que calla, otorga, pero yo ya no aguanto más».
Al día siguiente, Clara y los chicos se marcharon. Pablo los acompañó, y allá, en la montaña o en la ciudad, pasaron tiempo en familia, sin más discursos de sazón.
María Dolores, al final, solo encontró su casa vacía. Un silencio que aprendió a interpretar.