Suave al principio, duro al final

Aquel verano, cuando Lourdes recibió la llamada de su suegra Doña Carmen Rodríguez para felicitarla por su cumpleaños, ya sintió la tensión. “¡Feliz cumpleaños otra vez, Doña Carmen! ¡Cuidado con su salud! Javier y yo le avisaremos en cuanto lo decidamos”, dijo Lourdes, apresurándose a colgar.

“Madre mía”, pensó, dejando el teléfono, “había sido agradable, y mi suegra inusualmente amable con la excusa de su cumpleaños. Pero desde el primer hasta el último segundo, sólo quise terminar”.

Lourdes no ansiaba pasar sus preciadas vacaciones, que coincidían con las de su marido Javier, en la finca de Doña Carmen en Toledo. Había mil sitios mejores para ir con Javier y los niños. Le había insinuado a su marido elegir otro destino, pero Javier fue inflexible. Él creía en honrar y respetar a los mayores. Resultaba impensable para él no acudir.

“Lourdes, apenas veo a mis padres una vez al año. ¿Querías que hasta dejáramos de ir en vacaciones? Así los niños olvidarán que tienen abuelos en Zaragoza”.

“Querido… ¿nunca has pensado que estas visitas sólo las quieres tú?”

“¿Qué quieres decir?” Javier frunció el ceño, desconcertado.

“Que tus padres están acostumbrados a vivir lejos de ti, de tu familia. Están bien. No sufren sin ver a sus nietos. Con las fotos les basta”.

“¿De dónde sacas eso?”

“Sólo me pide fotos o vídeos de Pablo, ¡nunca pregunta cómo les va a los niños, si estudian o están sanos! Sólo quiere imágenes bonitas para presumir con las vecinas. La realidad no le importa. Tampoco nuestros problemas”.

“Discuerdo. Vivimos lejos. No pueden llevar a Pablo a la guardería o recoger a Carlos y Diego del cole. Si viviéramos cerca, sería distinto”.

“¿Sabes, Javier? Mi madre también vive en otra ciudad, pero nada la detiene cuando nos necesita. Es como los chipirillaucos del cartel. ¡Recuerda las veces que pidió permiso o cogió un tren al instante! Tus padres no muestran esa energía”.

“Sí, Lourdes, tu madre es un ángel. Nunca lo he negado. Siempre es nuestro apoyo”.

“Mira cuando vamos a verla. Juega con los niños, pasea, va en bici, al río, al escondite o la pelota. Les quiere, y ellos se lo devuelven. Así debe ser una familia. Calor, cariño”.

“¡Pero Lourdes, no podemos cambiar cómo son! Tu madre es un alma joven y activa. Mis padres son mayores, de otro carácter. ¿Qué hacemos, dejar de visitarlos?”

Lourdes calló un instante, apretó los labios para contenerse, pero decidió hablar.

“No me siento bien allí. Ni los niños. Todo resulta incómodo”.
“¿Cómo? ¡La finca es estupenda! Espacio, limpieza… ¿Qué más se puede pedir?”

“Hay un refrán: ‘Candil de la calle, oscuridad de su casa’. Así me siento cada visita”.

“¿Por qué no lo dijiste antes? Siempre creí que estábamos bien. Es ideal: ver a mis padres y disfrutar juntos. ¿Qué falla, Lourdes?”

“Todo. Desde que llegamos, rompemos su mundo perfecto que han creado”.

“Nunca lo he notado. Te estás volviendo quisquillosa”.

“Javier, tú siempre estás ocupado ayudándoles en la finca. Rara vez pasas tiempo con nosotros. Yo sí veo lo que ocurre. Los comentarios afilados de tu madre, las miradas frías de tu padre. ¿Crees que me gusta? Llevamos diez años casados y parece que Doña Carmen nunca aceptó que me casara contigo. Quizás no le hace ni pizca de gracia que ahora estemos todos”.

“¡Pero qué dices, Lourdes!” Javier se agitó, molesto por la conversación.

“Bien. Iremos. Pero estate atento a lo que ocurre en su casa. Todo cobrará sentido. Y dejarás de enfadarte conmigo por tener quejas”.

Así quedaron.

* * *

Lourdes preparó las malas mientras Javier estaba más serio que un guardia civil. Las palabras de su esposa habían calado hondo. El camino a Zaragoza duró cuatro horas. Lourdes intentaba animar el ambiente: cantó y jugó con Pablo en el asiento trasero. Sabía que Javier se había molestado, pero ya no podía callar más.

Durante años había sonreído sin rechistar a las pullas o críticas a los niños para evitar conflicto. Pero fue en vano. Sintiéndose impune, su suegra no desperdiciaba ocasión para reprenderla. Nunca hacía nada bien.

Los niños hacían mucho ruido: culpa de Lourdes. Javier estaba delgado: Lourdes no le daba de comer bien. Su falda era demasiado corta para su edad. Doña Carmen siempre encontraba defectos. Lourdes harta de tanto agobio, decidió que esta vez sería diferente.

“¡Hola, queridos!” Doña Carmen sonrió en la entrada, “¡Pasad, ya os esperábamos!”. Javier miró a Lourdes reprobadoramente: “Verás qué contenta está”.

“Hijo, lleva las maletas arriba. No provoquéis desorden”.
Javier obedeció, subiendo las pesadas maletas.

“¿Por qué traéis siempre tanto equipaje? Lourdes, no sabes hacer la maleta. Siempre cargáis con lo innecesario. Javier tiene que cargar demasiado. Esposa eres para cuidar al marido. Trabaja sin descanso para manteneros, y ni siquiera come bien, mirad lo flaco”.

“¡Doña Carmen, qué cosas dice!” replicó Lourdes, alto para que Javier oyera.

Su suegra se sobresaltó. En otra ocasión, la nuera habría callado. Hoy no.

“Javier come fenomenal. ¡Y es flaco como su padre! ¿Nunca notó lo parecidos que son? ¿Es que usted no sabe alimentar a su esposo? Además, no son demasiadas cosas. Somos cinco, no lo olvide. Los niños se manchan jugando en la finca. Aquí no hay lavadora. Hay que traer mucha ropa de sobra. No es culpa mía”.

Doña Carmen abrió los ojos como platos, pasmada. Javier ya había bajado y todo le llegaba. Calló, pero le incomodó. Llevaban un minuto y ya había críticas.

“Venga, a la mesa. Seguro que tenéis hambre del viaje”, recobró la compost
Entonces apareció el abuelo desde el huerto comentando burlonamente cómo la abuela había escondido sus porcelanas ante el temor de los nietos, mientras Lourdes contestaba con punzante dignidad que sus hijos jamás habían roto nada allí, durante la sobremesa la tensión escaló entre comentarios sobre modales infantiles hasta que al servir carne Lourdes usó equivocadamente el cucharón de las sopas desatando un escándalo que hizo estallar a Javier ante la mezquindad materna, y con la primera luz del alba abandonaron Toledo silenciosamente para refugiarse en una cala valenciana donde ella sonrió abrazando a sus hijos mientras las
Recorrieron toda la costa bajo el sol abrasador, encontrando por fin la alegría en una humilde cala malagueña donde el mar susurraba cuentos de tiempos pasados y las risas de los niños se fundían con el rumor de las olas, mientras Víctor, tomando la mano de Elena bajo la sombra de una pita, comprendió que el calor verdadero de la familia no estaba en las grandes casas, sino en las risas compartidas ante la inmensidad azul.

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Suave al principio, duro al final