Su felicidad, nuestro sacrificio.

—¡Ay, Natalia, qué suerte encontrarte en la entrada! Así no tendré que subir hasta vuestro piso —dijo Antonina con un hilo de voz, tratando de recuperar el aliento.

—Buenas tardes —respondió Natalia, desconcertada al toparse con su suegra de improviso.

No era que tuvieran una mala relación, pero Antonina rara vez las visitaba, pues dedicaba todo su tiempo a su hija Margarita.

—Natalia, préstame diez mil pesetas. Marga y el pequeño Luis van a un balneario. Hay que comprar mil cosas, y los precios están por las nubes… Ya sabes cómo es —murmuró Antonina, cerrando los ojos y chasqueando la lengua.

Natalia sintió el hervor interior que siempre la invadía en estas conversaciones. Mil veces había ensayado mentalmente el «¡no soy un cajero automático!». Se lo habría gritado a su suegra, a Margarita, a cualquiera. Sin tapujos, para acabar de una vez con aquella mendicidad sin fin.

Pero no se atrevía. Antonina era la madre de su marido, Antonio, la abuela de su hija Lucía. Un conflicto abierto rompería la armonía familiar, y Antonio quedaría atrapado entre ambas. Por él aguantaba, pero sabía que no podía seguir callando. Con un suspiro, buscó su monedero.

Natalia regresó del trabajo con el ánimo por los suelos. Una auditoría inesperada, el jefe echando chispas, dos horas extra, la compra, la cena, los deberes de Lucía… La rutina la consumía.

Al abrir la puerta, oyó la voz aniñada de su hija:

—¡Mamá! Tenemos que hacer un proyecto sobre aves para mañana. ¿Me ayudas?

—Claro, cariño. Dame un momento para cambiarme y preparar algo rápido de cenar.

Dejó las bolsas en la cocina y entró en el dormitorio.

—No te oí llegar. ¿Qué te pasa? ¿Problemas en el trabajo? —preguntó Antonio.

—La auditoría. Lo de siempre —respondió Natalia, quitándole importancia.

—Oye, he enviado cinco mil pesetas a mamá. Necesitaban un abrigo para Luis.

—¡Antonio, ¿hasta cuándo vamos a mantenerles?! ¡Luis tiene padre! Que sea él quien lo vista. ¿Por qué sus problemas son siempre nuestros? —estalló Natalia.

—No dramatices. Sabes cómo están las cosas…

—¿Qué cosas, Antonio? —contuvo a duras penas un grito.

—Marga no encuentra trabajo, su ex no pasa la pensión, mamá les da hasta su propia jubilación… ¿Es mucho pedir que le compremos un abrigo al niño? Tú y yo trabajamos, ¿no?

—¡Exacto! ¡Trabajamos! ¿Por qué tenemos que privar a nuestra hija para mantener a otra familia? ¡Explícamelo! —Sintió el ardor en las mejillas.

—No peleemos por tonterías. Vamos, te ayudo con la cena.

Margarita, la hermana pequeña de Antonio, se había casado cinco años antes con un «emprendedor» llamado Ignacio.

—¡Mira, Marga y Nachito se han ido a Marbella! ¡Qué hotel tan lujoso! Y tú, Natalia, en esa oficina todo el día, sin disfrutar de la vida —soltaba Antonina cada vez que podía.

Hasta que se descubrió que el «emprendedor» y su mujer habían pedido créditos para aparentar. El dinero se esfumó rápidamente, y comenzó el infierno.

Ignacio desapareció sin dejar rastro, y Margarita quedó con las deudas y su hijo. Antonina pagaba parte de los préstamos con su pensión, y lo que sobraba apenas les alcanzaba para subsistir.

Fue entonces cuando Natalia y Antonio empezaron a ayudarlos: pagaban facturas, compraban comida… Pero cada vez pedían más.

—¿Qué queréis? Los precios suben como la espuma —decía Antonina al recoger otra «ayudita».

Natalia y Antonio se privaban de todo por ellos. Hasta que un día, Natalia la vio en un café, tomando pastel con café.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Natalia, atónita.

—Paseaba por El Corte Inglés y entré a merendar. ¿Pasa algo?

—¡Nosotros te damos dinero, y tú derrochas en cafés!

—¿Ahora me vas a controlar? ¡Si tú también vienes a cafés! —replicó Margarita, ofendida.

Esa noche, Antonina la acusó de mezquina, egoísta, de sembrar discordia en la familia…

—No me opongo a que Marga tome cafés, pero que trabaje y los pague ella —intentó explicar Natalia.

—¡Trabajar! ¡Con lo frágil que está después del divorcio!

—Lucía ya iba a la guardería con año y medio —dijo Natalia, serena.

—¿Guardería? ¡No permitiré que extraños críen a mi nieto! —gritó Antonina antes de irse, dando un portazo.

Siguió un tiempo de «paz tensa», sin peticiones de dinero. Antonio sufría, pero Natalia le recordaba que Margarita era una mujer adulta, que debía enfrentar su vida: reclamar la pensión, buscar trabajo… Pero Margarita no quería, y Antonina la justificaba siempre.

Un día, en el centro comercial, sePero cuando Margarita llegó a casa con un coche nuevo, asegurando que “todo lo había conseguido sola”, Natalia supo que pronto volverían a llamar pidiendo ayuda, y esta vez, decidió que no abriría su bolsillo ni su puerta.

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MagistrUm
Su felicidad, nuestro sacrificio.