En un pequeño pueblo del norte de Castilla, donde las noches de invierno se envuelven en silencio y los dramas familiares se esconden tras puertas cerradas, mi vida estuvo a punto de desmoronarse por la traición de mi marido. Yo, Lucía, viví con Javier casi 17 años, criando a nuestra hija y creyendo en nuestra familia. Pero su regreso repentino y las palabras de divorcio rompieron mi corazón. Solo el consejo de mi madre me salvó de la desesperación y me ayudó a recuperar lo que casi perdí.
Javier y yo estuvimos juntos desde la juventud. Nuestra hija, Martina, fue la luz de nuestras vidas. No vivíamos en la opulencia, pero teníamos lo necesario, y yo estaba contenta. Vivíamos en un acogedor piso de dos habitaciones que heredé de mi abuelo. Nunca me quejé, pero Javier siempre quería más. Cuando le ofrecieron un trabajo en Noruega, decidió que era nuestra oportunidad para una vida mejor.
Yo me opuse. Algo en mi interior me decía que la distancia nos destruiría. Pero en nuestra familia, la última palabra siempre era de Javier. “Voy a ir a ganar dinero para una casa —declaró él—. Martina crecerá, se casará, necesitaremos comprarle un piso, pagar su boda. Y el coche ya hay que cambiarlo. No hay otra opción”. Cedí, aunque el miedo me apretaba el pecho.
Los primeros meses de separación fueron duros, pero llenos de esperanza. Hablábamos todos los días por teléfono. Javier me echaba de menos, me decía palabras cariñosas, y yo lo apoyaba como podía. Prometía que todo era por nosotros, por el futuro de Martina. Pero, a los seis meses, algo cambió. Lo sentí —la intuición femenina no engaña—.
Javier se volvió frío. Las llamadas se redujeron a unos minutos, ponía excusas de cansancio, trabajo, asuntos urgentes. Su voz, antes cálida, se volvió distante. Intenté ahuyentar los pensamientos de traición, pero volvían como sombras oscuras. ¿Cómo podía olvidar 17 años de amor? ¿No se había ido por la familia, por la casa, por su hija? Pero las dudas crecían, y empecé a sospechar lo peor.
Pasaron dos años. Javier casi no llamaba —una vez cada dos o tres meses, y los mensajes eran aún más escasos. Lo entendí: tenía a otra. Esa idea fue como un puñetazo en el estómago. No dormía, imaginando cómo él construía una nueva vida mientras Martina y yo lo esperábamos aquí. Pensé en cómo recuperarlo. Hasta pensé en mentir, decir que estaba enferma, solo para que viniera. Pero no hizo falta. Javier mismo llamó y dijo que volvería pronto. Mi intuición gritaba: no era buena señal.
Me preparé para su llegada como para una batalla. Invité a mi madre para que me apoyara. Ella me dijo: “Haz todo lo posible para que vuelva a la familia”. Luego me dio un consejo inesperado que fue mi salvación: “Si te dice que tiene a otra, no te rindas. Dile que no le crees. Demuéstrale que eres la única que lo ama de verdad, que nadie lo cuidará como tú. ¡Lucha por tu hombre!”.
Me aferré a esas palabras como a un salvavidas, pero el miedo seguía allí —sabía que en Noruega había otra mujer. Cuando Javier entró en casa, mi corazón se detuvo. Lucía cansado, pero distante. En menos de una hora, soltó: “Lucía, quiero el divorcio. Conocí a alguien en Noruega. Nos amamos y nos casaremos pronto”.
Mi mundo se derrumbó. Pero recordé el consejo de mi madre. “No te creo”, dije con firmeza, mirándolo a los ojos. Javier se quedó desconcertado. Su seguridad se escurrió. “¿Qué no te crees?”, preguntó confundido. “Que tengas a otra —respondí—. Un hombre como tú no abandonaría a la mujer con la que compartió 17 años, no traicionaría nuestros sueños ni a nuestra hija”.
Mis palabras dieron en el blanco. Javier me miró sin saber qué decir. Musitó que ya hablaríamos más tarde y se fue a otra habitación. La primera victoria fue mía. Me sequé las lágrimas y entendí: debía seguir luchando. No lo recriminé, no monté escenas. En lugar de eso, hablé del futuro, de nuestros planes, de que Martina terminaba el instituto. Le recordé lo que éramos el uno para el otro.
Nos fuimos de vacaciones a los Pirineos con el coche nuevo que compró con sus ahorros. Hice todo para que sintiera el calor de nuestra familia. Poco a poco, Javier empezó a volver a nosotros. Sonreía más, se interesaba por Martina, por nuestras vidas. Noruega quedó atrás.
Pasó un año y medio. Javier no volvió al extranjero. Empezamos a construir una casa en las afueras, planeando juntos nuestro futuro. Nuestra familia se salvó, y sé que fue gracias al consejo de mi madre. Ella me enseñó a no rendirme, a luchar por el amor incluso cuando todo parece perdido. Miro a Javier, a nuestra Martina, y entiendo: no solo salvé un matrimonio, sino nuestro hogar, nuestra vida. Pero, en el fondo, todavía temo que la sombra de esa otra mujer algún día regrese…