Lo que encontró en él — diez años después
Habíamos esperado este encuentro como si fuera una eternidad. Justo diez años desde el último timbre en nuestra escuela rural cerca de Toledo, y allí estábamos, casi toda la clase de 2º de Bachillerato B reunida en el aula de siempre. Todos, excepto Javier, atrapado en viajes de trabajo, y Lucía, en casa con su recién nacido.
Entonces, la puerta se abrió, y ella entró.
Lucía.
La misma. La que en su día dejó sin aliento a medio curso. La que con una sonrisa en el pasillo hacía temblar el suelo bajo los pies. Y allí estaba, de nuevo entre nosotros. Solo que ahora con un anillo en el dedo y esa misma sonrisa tranquila que parecía desafiar al tiempo.
—¡José, no has cambiado nada! —dijo desde el otro lado de la mesa.
Intenté responder algo ingenioso, pero la garganta se me secó. Todo igual que entonces. Solo que ya no teníamos diecisiete.
En segundo de bachillerato, los chicos éramos unos idiotas. Seis grandullones perdidamente enamorados de la misma chica: Lucía. Lista, guapa, la mejor estudiante. Y lo más importante: con una luz dentro. Se llevaba bien con todos, sin coquetear, sin favoritismos. Y eso nos volvía aún más locos.
—¿Por qué la seguís como perros tras un bistec? —bufaba Marta Lozano, la chica del pupitre de al lado.
—¿O es que te da envidia? —replicaba Antonio.
No me di cuenta entonces de cómo apretaba los puños. No entendí que sus ojos brillaban no de rabia, sino de lágrimas.
Lucía, sin embargo, empezó a quedarse después de clase con Víctor Morales. Callado, discreto, casi invisible. De esos de los que dicen «no es nada del otro mundo». Pero él le cargaba la mochila, la acompañaba a la biblioteca. Y escuchaba.
—¿Qué encuentra en él? —hervía yo—. ¡Si es un blandengue!
—Pero tiene más paciencia que todos nosotros juntos —se burlaba Antonio.
Las chicas envidiaban a Lucía con rabia, sobre todo Marta. Nosotros no lo veíamos, cegados por nuestra propia obsesión. Hasta que ocurrió lo que nos destrozó del todo.
Fue un día normal. Antes del almuerzo. Lucía entró en clase, se sentó… y se levantó de un salto con un grito. Su espalda y su vestido estaban empapados de un espeso batido de fresa, el mismo que servían ese día en el comedor. La mancha era grotesca. Lucía, roja de vergüenza, salió corriendo. Y nosotros empezamos a gritarnos. Las acusaciones volaban como piedras: «¡Fue por celos!», «¡Lo hiciste a propósito!», «¡Seguro que fue Lozano!». Yo estaba convencido de que había sido Marta. No podía perdonárselo.
A partir de entonces, nuestra «unida» clase se desmoronó. Los rencores hirvieron, las sospechas nos carcomieron. Nos saltamos la fiesta de graduación. Ni una foto de grupo. Solo los títulos… y cada uno a su casa. La tutora lloró en silencio en la sala de profesores. Nosotros callamos.
Y hoy…
Hoy Lucía está sentada frente a mí. La misma sonrisa, pero más serena, más madura. Resulta que fue ella quien nos buscó a todos —por redes sociales—, creó un grupo y reunió a nuestra clase dispersa, primero en línea, luego en persona. Y de pronto recordamos que una vez fuimos cercanos. Que éramos parte de algo más grande. Volvimos a reírnos en aquel aula, como si el tiempo hubiera dado una vuelta en redondo.
Entonces, Lucía llamó a alguien desde el pasillo. Y entró un hombre alto. Su rostro me resultaba dolorosamente familiar. Era su hermano pequeño, Alejandro, al que recordábamos como un adolescente enclenque y resacoso.
—¡Vamos, dilo! ¡Tú lo prometiste! —le animó Lucía.
Alejandro dudó, pero finalmente confesó:
—Fui yo quien tiró el batido. Lucía me hizo rehacer los deberes dos veces, y… bueno… quise vengarme.
El silencio se apoderó de la sala. Perdimos nuestra graduación por un crío y un par de cucharadas de batido. Daban ganas de reír y llorar a la vez.
Más tarde, todos compartieron sus vidas: trabajos, hijos… Yo callé. Mi historia no valía la pena. Hasta que Lucía se levantó y rodeó con un brazo a Víctor. El mismo. El callado. El discreto.
—Llevamos cinco años casados —dijo con naturalidad, como si hablara del tiempo.
Apreté los dientes. No de rabia. De dolor. Porque incluso después de tantos años, no había podido soltar aquel sueño de adolescencia.
Cuando el bullicio amainó, me acerqué a Víctor:
—¿Cómo lo hiciste?
Me miró con una sonrisa.
—¿Recuerdas cuando se rompió la pierna después de graduarnos? Esquíando.
Asentí. Lo recordaba perfectamente. Incluso fui una vez, con chocolatinas. Me quedé en la puerta y me marché.
—Yo iba todos los días. Limpiaba, cocinaba, le ayudaba. Le leía. Luego me sentaba a su lado. Un día, lloró. Dijo que tenía miedo de no volver a caminar. Le prometí que, si no podía, la cargaría en brazos. Toda la vida.
Asentí, vacié mi vaso:
—Te la mereces. No solo esperaste, estuviste ahí.
—Simplemente la quise. Sin condiciones. Sin cálculos. Sin esperar nada a cambio.
Cuando ya me iba, Marta Lozano me alcanzó.
—¡José, espera! ¿Una última copa?
Me giré. Ella me tendió un chupito:
—¿Y bien, capitán? ¿Perdiste?
Miré a mi alrededor: Alejandro dormía abrazado a una botella vacía, Víctor le apartaba el pelo a Lucía, y Marta —hermosa, adulta— me miraba como al sueño que esperó demasiado.
—No —dije, chocando su vaso—. Solo que no fui digno.
—Diez años esperando esas palabras —susurró ella—. Ahora puedes ser libre. El chico de mi juventud.
Y de pronto entendí lo ciego que había estado. Que nunca la acompañé a casa. Que no vi que siempre estuvo ahí.
—¿Y si damos un paseo? —propuse en voz baja, señalando la puerta.
Ella se quedó quieta. Luego se abrochó el abrigo:
—Ninguna tontería, José. Ya no soy esa chica tonta.
—No hace falta. Solo quiero… conocerte de nuevo.
Y salimos. A la noche tranquila de Toledo, donde, quizás, diez años después, todo volvía a empezar.
**La vida enseña que a veces, lo que buscamos estuvo siempre a nuestro lado. Solo hay que saber mirar.**