Su cumpleaños, una pequeña celebración

Ignacio examinó su escritorio con esmero. Normalmente predominaba un desorden que él llamaba creativo, pero hoy planeaba irse temprano. Era su cumpleaños, un pequeño aniversario.

Además, Ignacio había solicitado una semana de vacaciones, con la idea de descansar con su familia en los lagos, por lo que decidió dejar su espacio de trabajo impecable. “Bueno, más o menos en orden”, pensó. Su mirada cayó sobre una fotografía en la esquina del escritorio, y una melancolía silenciosa invadió su corazón. No tanto tristeza, sino añoranza. Añoranza por aquello que es valioso pero irrecuperable. Fotografías similares, aunque ampliadas, colgaban en su habitación en la casa de sus padres, y en la sala de su propio apartamento. Aún recordaba aquel día claramente, aunque habían pasado varios años. Y no solo porque era su cumpleaños.

Ignacio y su hermano estaban sentados en un banco frente al edificio. El mayor relataba la trama de la última película de acción que había visto en el videoclub, imitando a los protagonistas. Tan absortos estaban, que no se dieron cuenta cuando llegó el coche de su padre.
La voz alegre de su padre los devolvió a la realidad. “Hola, hijo. Feliz cumpleaños”. Su padre sonreía mientras sacaba algo de su chaqueta. “Aquí tienes, mi pequeño regalo por ahora” dijo, sacando un pequeño gatito esponjoso. El gatito era gris, con patitas de calcetines blancos, y miraba a su alrededor con curiosidad.

Su madre salió del edificio con una bolsa de deporte azul en la mano. La misma que su padre solía llevar en sus viajes de negocios. “Hijo, tengo que irme por un tiempo. Pero el regalo principal lo elige luego”, dijo su padre. “Toma”, le entregó el gatito a Ignacio. “Dadle un poco de leche en casa. Volveré para el fin de semana, iremos a la tienda y podrás elegir tu regalo, ¿vale? Y después iremos al zoo”. Su padre los abrazó a él y a su hermano y les revolvió el pelo. “Víctor, ¿te irás mucho tiempo?” preguntó su madre. “No, volveré mañana por la tarde”, respondió él, tomando la bolsa de las manos de su madre. “Oye, hagamos una foto para el recuerdo”, sugirió su madre.

Habían comprado recientemente una cámara y su madre se esforzaba por capturar tantos momentos de su vida como fuera posible. “Apresúrate”, sonrió su padre con vergüenza. De hecho, el compañero de trabajo de su padre, el tío Antonio, estaba sentado tras el volante y les hizo señas con una sonrisa, señalando el reloj. Su padre le hizo un gesto con la mano, como diciendo “espera un momento”. Colocó la bolsa en el suelo, tomó al gatito en brazos y Ignacio y su hermano se pusieron a los lados.

Sonreían mirando al objetivo, sin saber que el gatito sería el único y último regalo para Ignacio porque su padre nunca volvió de aquel viaje de negocios. Más tarde se supo que debían llevar una gran suma de dinero en efectivo. Era la década de los noventa, y esas transacciones eran algo común. Alguien los delató a unos bandidos.

Su madre decía después que, según el investigador, no querían matarlos. Los asaltantes probablemente esperaron el momento en que la carretera estuviera vacía para simular un accidente y apoderarse del dinero. Pero algo salió mal, el golpe fue demasiado fuerte, el coche de su padre se salió de la carretera y, volcando, se incendió. Ni el informante ni los atacantes fueron encontrados, y al cabo de unos años, el caso fue archivado. Cada vez que recordaba esos días, su madre decía: “No sé quiénes eran esas personas, ni quiero saber. Dios los juzgará. Pero nunca les perdonaré que pudieran ayudar y no lo hicieran, y simplemente huyeran para salvarse.”

Fueron enterrados el mismo día. A su padre y al tío Antonio. Con ataúdes cerrados. Ignacio estaba de pie junto a su abuela llorando, la madre de su padre, sin poder entender que en aquel ataúd de madera cubierto de terciopelo rojo yacía su padre. Quizá por eso, aún después, corría esperanzado a la puerta ante cada timbre. Con la esperanza de que todo lo sucedido fuera solo un mal sueño, que la puerta se abriría y vería a su padre, alegre, vivo, ligeramente impregnado del olor del humo y la gasolina. Aunque su padre tenía sus propias llaves, siempre tocaba el timbre al regresar de un viaje, e Ignacio corría primero a su encuentro, y su padre, sonriendo, sacaba de su bolsa algún regalo, diciendo que era de parte del conejito. Su hermano, por ser el mayor, se burlaba de él. “¿De dónde iban a sacar regalos los conejos? ¡En el bosque no hay tiendas!”, reía. “Ay, niño”. Pero Ignacio no le prestaba atención y estaba tremendamente orgulloso de que los habitantes del bosque supieran de él y nunca lo olvidaran.

Pero su padre no regresaba, y con el tiempo, el niño se inventó una historia, un verdadero cuento fantástico sobre que su padre no estaba muerto, sino que un malvado hechicero lo había convertido en un gato gris. Cada vez, esta historia en la imaginación del niño se llenaba de nuevos detalles, tanto, que a veces él mismo comenzaba a creer en ella. Ahora Ignacio ni siquiera sabía qué era. Una reacción defensiva del organismo, o la inocente fe infantil en los milagros. Pero esas fantasías probablemente lo ayudaron a superar el dolor agudo de la primera pérdida. Mucho tiempo después, él y su hermano, al recordar los eventos de aquellos lejanos días, se sorprendían al darse cuenta de que el espíritu de su padre podría haberse trasladado, de alguna manera inexplicable, al gato gris. Todo el tiempo que el gatito, y más tarde el gato adulto, estuvo con ellos, sentían la presencia invisible de su padre. Como si estuviera cerca, pero invisible. Pero entonces, en su infancia, no compartieron esto con nadie, ni siquiera uno con el otro. Llamaron al gatito Butch, como uno de los personajes de los dibujos animados de Disney que ponían cada domingo en la tele.

Ignacio, su hermano, e incluso su madre también, llegaron a querer mucho al gato. Se convirtió, sin exagerar, en un talismán, el amuleto de la familia. Los acompañaba y esperaba al regresar de la escuela, luego de la universidad, a su madre del trabajo. Cuando alguno enfermaba, Butch se quedaba cerca, ronroneando quedamente, se acostaba sobre el lugar del dolor, procurando calentar. Y no se alejaba hasta que esa persona se recuperaba. El gato vivió una larga vida con la familia. Pero el tiempo es implacable, y un día, en una tranquila tarde de domingo de verano, se fue. Para entonces, su hermano mayor ya estaba casado y vivía aparte. Al enterarse de la muerte de su querido gato, acudió de inmediato. La familia entera le dio el último adiós. ¿Cómo no hacerlo? Era un recuerdo viviente de su padre fallecido. Y su padre siempre quedó en sus mentes como aquel último día: alegre, un poco apresurado, con el gatito en brazos. Ignacio no estaba seguro, pero parecía que su madre sentía algo semejante, porque en la lápida, además de la fotografía de su padre, mandó al artista que dibujara una carretera desierta con un coche que se alejaba hacia el atardecer. Al gato lo enterraron a la salida de la ciudad, en un joven bosque de pinos de entonces. Aunque había pasado ya mucho tiempo y solo quedaba un pequeño montículo, Ignacio recordaba bien el lugar y, al pasar, siempre se detenía allí unos minutos, rindiendo tributo a su querido miembro de la familia.

Sin duda, un miembro más de la familia cuya muerte marcó el fin de una era en su vida. La era de su infancia y juventud. Al mirar la foto una vez más y sonreír tristemente a los recuerdos que lo invadían, Ignacio tomó su portátil del escritorio, se secó las lágrimas que empañaban sus ojos con el dorso de la mano y salió de la oficina.

En casa, Ignacio ya tenía a todos esperándolo. Todos estaban allí. Llegaron su madre, su hermano con la familia, algunos amigos cercanos. Cuando todos se reunieron en la sala, su hermano y sus sobrinos trajeron una caja y se la entregaron. Todos aplaudieron, y sus sobrinos, sonriendo con picardía, le pidieron que adivinara qué había dentro.

La familia y amigos sabían de la afición de Ignacio por los videojuegos, y él, pensando en eso, empezó a enumerar. “¿Un joystick genial, un volante para carreras? ¿Acerté?”, preguntó. Sus sobrinos, riendo, negaron con la cabeza y abrieron la caja. Ignacio miró y, literalmente, cayó en la silla que alguien había acercado previsoriamente. Los recuerdos de la infancia fluyeron en su mente como una cinta, y las lágrimas corrieron sin pedir permiso. Y no se avergonzaba de ellas. Dentro de la caja estaba un gatito idéntico al que su padre le había regalado. Gris, esponjoso, con calcetines blancos en las patas. Los recuerdos lo envolvieron. Su padre, Butch… En su infancia, Ignacio pasaba horas hablando con el gato, confiándole sus secretos, alegrías y penas infantiles. El niño sentía que hablaba con su padre vivo. Al menos, estaba seguro de que él lo escuchaba.

Ignacio siempre lo creyó en secreto, incluso ya siendo adulto. Y el gato lo miraba con una mirada casi humana, entendida, ronroneando suavemente, de manera tranquilizadora.

Ahora, su hija adolescente, al llegar de la escuela va primero a la cocina, de donde un minuto después sale su voz insatisfecha. “¡¿Cómo que los platos de Butch están vacíos?! ¡Gato, ven aquí, pequeño, voy a darte de comer ahora!”, dice. Y el gato, que apenas había terminado de comer su porción de alimento, acompañado de un poquito de leche fresca, mirándolo a él, Ignacio, con picardía, se apresura hacia la cocina donde lo llama su pequeña dueña.

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