Su cumpleaños, un pequeño aniversario

Luis examinó con cuidado su escritorio. Normalmente reinaba allí el desorden creativo, como solía decirse. Pero hoy pensaba salir temprano. Era su cumpleaños, una pequeña celebración especial.

Además, había pedido una semana de vacaciones para disfrutar con su familia en los lagos, así que decidió ordenar su espacio de trabajo. “Bueno, más o menos está bien”, pensó. Su mirada se posó en una foto en la esquina de la mesa y una suave tristeza le invadió el corazón. No era exactamente tristeza, sino nostalgia. Nostalgia por lo que valoramos pero ya no podemos recuperar. Fotografías similares, sólo que más grandes, colgaban en su habitación en la casa de sus padres y en la sala de estar de su propio apartamento. Aquel día lo recuerda todavía, aunque han pasado años. Y no sólo porque era su cumpleaños.

Luis y su hermano estaban sentados en un banco cerca de la entrada del edificio. El mayor le contaba la historia de una película de acción que había visto recientemente en el videoclub, interpretando a los protagonistas. Tan absortos estaban que no se dieron cuenta de que el coche de su padre había llegado. La voz alegre de su padre los trajo de nuevo a la realidad. “Hola, hijo. Feliz cumpleaños.” Su padre sonreía mientras sacaba algo del abrigo. “Aquí tienes, un pequeño regalo ahora”, dijo él, sacando un pequeño gatito peludo. El gatito era gris, con patitas blancas a modo de calcetines, y miraba a su alrededor con curiosidad.

De la entrada salió su madre con una bolsa de deporte azul en la mano. Con esa bolsa su padre solía ir de viaje de trabajo. “Hijo, tengo que irme un rato”, dijo ella. “Pero el regalo principal lo tengo yo”, afirmó el padre, entregando el gatito a Luis. “Dadle un poco de leche en casa. Volveré para el fin de semana, iremos a la tienda y elegirás tu regalo, ¿vale? Y luego iremos al zoológico”. Su padre los abrazó a él y a su hermano, alborotándoles el cabello. “¿Vas a tardar mucho?”, preguntó entonces su madre. “No, estaré en casa mañana por la tarde”, respondió él, cogiendo la bolsa de las manos de su madre. “Oye, hagamos una foto para el recuerdo”, sugirió la madre.

Recientemente habían comprado una cámara, una “point and shoot” de las populares en ese entonces, y la madre intentaba capturar tantos momentos de su vida como pudiera. “Me tengo que ir”, sonrió el padre con vergüenza. Efectivamente, su colega en el volante, el Tío Julio, tocó el claxon, indicándoles que el tiempo apremiaba, mientras señalaba su reloj de pulsera. El padre levantó la mano en un gesto de espera. Puso la bolsa en el suelo, volvió a coger al gatito y Luis con su hermano se pusieron a ambos lados.

Sonriendo, miraron a la cámara, sin imaginar que aquel gatito sería el único regalo para Luis. Y el último. Porque su padre no regresó de aquel viaje de trabajo. Como se supo después, él y el Tío Julio debían entregar una gran suma de dinero en efectivo. Era la década de los 90, y tales transacciones eran comunes. Alguien que sabía de esto informó a unos ladrones.

Luego, su madre decía que, según el investigador, probablemente no querían matarlos. Al parecer, los ladrones los seguían, esperando un momento en que la carretera estuviera vacía, para simular un accidente y apoderarse del dinero. Pero algo salió mal. El golpe fue demasiado fuerte, el coche de su padre salió volando por el barranco, volcó y se incendió. Nunca encontraron ni al informante ni a los atacantes, y después de un par de años, el caso se archivó silenciosamente. Cada vez que recordaba esa época, su madre decía: “No sé quiénes eran esas personas, ni quiero saberlo. Que Dios los juzgue. Pero no perdonaré nunca que pudieran ayudar y no lo hicieron, huyeron por salvarse a sí mismos.”

Enterraron a su padre y al Tío Julio el mismo día, en ataúdes cerrados. Luis estaba al lado de su abuela, la madre de su padre, sin poder comprender que en ese ataúd de madera, cubierto de terciopelo rojo oscuro, yacía su padre. Quizá por eso más de un mes después seguía corriendo a la puerta con cada timbre, con la esperanza de que aquello fuera solo una pesadilla, que la puerta se abriría y su padre entraría, alegre, vivo, oliendo un poco a humo de cigarrillo y gasolina. Su padre tenía sus propias llaves, pero cada vez que volvía de un viaje, llamaba a la puerta, y Luis siempre corría primero a recibirlo. Su padre sonreía sacando un regalo de la bolsa, diciendo que era un presente del conejo para ellos. Su hermano mayor le molestaba cariñosamente: “¿De dónde sacan los conejos regalos? ¡En el bosque no hay tiendas!”, se reía. “Ay, tonto.” Pero Luis no hacía caso, y estaba secretamente orgulloso de que los seres del bosque supieran de él y nunca lo olvidaran.

Pero su padre no regresó, y con el tiempo el chico se inventó un cuento, una fantasía en la que su padre no había muerto, sino que un mago malvado lo había convertido en un gato gris. Cada vez que ideaba esta historia, se llenaba de nuevos detalles, al punto que incluso él mismo comenzaba a creerla. Hoy Luis no puede comprender si fue una reacción del cuerpo o una ingenua creencia en los milagros. Pero en aquel entonces, probablemente esas fantasías le ayudaron a sobrellevar el primer agudo dolor de la pérdida. Mucho después, él y su hermano recordaban aquellos días lejanos con una sensación extraña, como si el espíritu de su padre realmente se hubiera transmutado en el gatito gris. Mientras el gatito y luego el gato vivieron con ellos, sentían la presencia invisible de su padre, como si siempre estuviera cerca, aunque invisible. Pero en la infancia no compartían este sentimiento con nadie, ni siquiera entre ellos. Llamaron al gatito Búster, en honor a un personaje de los dibujos de Disney que veían por la tele cada domingo.

Luis, su hermano y su madre también amaron profundamente al gato. Sin exagerar, Búster se convirtió en un amuleto, el guardián de la familia. Los acompañaba a la escuela, luego al instituto, y a su madre al trabajo. Cuando alguien enfermaba, Búster estaba allí, ronroneando, acostándose sobre la dolencia, intentando calentarlo. Nunca se separaba hasta que su persona se recuperaba. El gato vivió una larga vida con su familia. Pero, el tiempo es implacable, y un día de verano se fue tranquilamente. Para entonces su hermano mayor estaba casado y vivía separado. Enterados de la muerte de su querido compañero, regresó de inmediato. Todos llevaron al gato a su último destino. ¿Cómo no hacerlo? Fue un vivo recuerdo del padre que habían perdido. Su padre quedó en su memoria tal y como estaba aquel último día: alegre, ligeramente apurado, con un gatito en sus brazos. Luis no estaba seguro, pero pensaba que su madre experimentaba algo similar, ya que pidió al escultor que, además de colocar una foto del padre en la lápida, pintara en la parte trasera un camino desierto con un coche dirigiéndose hacia el ocaso.

Enterraron al gato a las afueras de la ciudad, en un joven pinar que había en ese entonces. Aunque han pasado años desde aquel día y la tumba apenas se reconoce, Luis recuerda bien el lugar y cada vez que pasa cerca, se desvía para detenerse unos minutos y rendir tributo a su amado compañero. Indudablemente un miembro de la familia, cuya muerte marcó el fin de una era en su vida. Una era de infancia y juventud. Observando la fotografía una vez más y sonriendo tristemente ante la avalancha de recuerdos, Luis tomó su portátil, se secó los ojos húmedos con el dorso de su mano y salió del despacho.

En casa, ya lo esperaban. Todos estaban reunidos. Había llegado su madre, su hermano con la familia y varios amigos cercanos. Cuando se encontraron en la sala principal, los sobrinos trajeron una caja con solemnidad y se la entregaron. Todos aplaudieron, y sus sobrinos, sonriendo maliciosamente, le pidieron que adivinara el contenido.

Familia y amigos sabían de su afición por los videojuegos, y él comenzó a especular. “¿Un joystick genial, o un volante para carreras? ¿He acertado?” Los sobrinos, riéndose, sacudieron la cabeza mientras abrían la caja. Luis miró y se derrumbó en una silla que alguien había empujado previamente. Los recuerdos de su infancia pasaron en su cabeza y las lágrimas fluyeron sin que él se contuviera. En la caja había un gatito, exactamente como el que una vez le regaló su padre. Gris, esponjoso, con patitas blancas como calcetines. Los recuerdos lo inundaron: papá, Búster… En su infancia, Luis hablaba durante horas con el gato, confiándole sus secretos, alegrías y penas. Sentía que conversaba con su padre en vida. Al menos así lo creía.

Incluso luego, ya adulto, Luis mantenía secretamente esta convicción. Y el gato lo miraba con una mirada comprensiva, casi humana, y ronroneaba suavemente, dándole paz.

Ahora, su hija adolescente al llegar del colegio va primero a la cocina, de donde al minuto se escucha su voz quejosa. “¡¿Por qué los platitos de Búster están vacíos?! – Ven aquí, pequeño, ahora te voy a dar de comer.” Y el gatito, que acaba de comerse su ración de comida con leche fresca, mira a Luis con picardía y corre apresurado a la cocina al llamado de su pequeña dueña.

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