En un pueblo pequeño cerca de Toledo, donde la bruma mañanera envuelve las casas de adobe, mi vida a los 27 años se ha convertido en un servicio interminable a los caprichos ajenos. Me llamo Almudena, estoy casada con Adrián, y en unos meses nacerá nuestro hijo. Pero mi frágil mundo de embarazada se desmorona bajo el peso de mi suegra y su familia, para quienes solo soy una sirvienta sin sueldo. Vivimos en un piso de tres habitaciones propiedad de la abuela de Adrián, y se ha convertido en mi maldición.
**El amor que me atrapó**
Cuando conocí a Adrián, tenía 23 años. Era cariñoso, de sonrisa dulce y sueños de familia. Nos casamos al año, y yo estaba en las nubes. Su abuela, Doña Carmen, nos ofreció vivir en su amplio piso hasta que nos independizáramos. Acepté, pensando que sería temporal, que construiríamos nuestra vida. Pero en lugar de un hogar, caí en una trampa. Mi rol: limpiar, cocinar y callar.
El piso es grande, pero el espacio lo llenan personas. Doña Carmen vive con nosotros, y su hija, la tía de Adrián, Lourdes, viene casi a diario con sus dos niños. Consideran el piso suyo, y a mí, parte del mobiliario. Desde el primer día, mi suegra dejó claro: «Almudena, eres joven, así que muévete». Creí que podría ganarme su cariño, pero su indiferencia y exigencias aumentan cada día.
**Esclava entre cuatro paredes**
Mi vida es un ciclo sin fin de fregar y guisar. Por la mañana, paso la mopa porque Doña Carmen no tolera el polvo. Luego preparo el desayuno para todos: gachas para ella, tortilla para Adrián, y cuando llega Lourdes con los niños, tortitas o bocadillos. A mediodía, pelando patatas, cocinando cocido o friendo croquetas, porque «los invitados tienen hambre». Por la noche, la montaña de platos y nuevas órdenes: «Almudena, pica la verdura para mañana». Mi embarazo, mis náuseas, mis pies hinchados… a nadie le importan.
Doña Carmen da órdenes como un sargento: «Has puesto mucha sal en la sopa», «Las cortinas no están bien planchadas». Lourdes añade: «Almudena, podrías cuidar de mis hijos, estoy ocupada». Sus niños, revoltosos y maleducados, tiran juguetes, manchan el sofá, y yo limpio tras ellos porque «es familia». Adrián, mi marido, en lugar de defenderme, dice: «Cariño, no discutiendo con la abuela, que es mayor». Sus palabras son una puñalada. Me siento como una esclava en un hogar que nunca será mío.
**Embarazo bajo asedio**
Estoy de seis meses, y mi estado es frágil. Las náuseas no cesan, la espalda me duele, y el cansancio me derrumba. Pero mi suegra me mira con reproche: «En mis tiempos, parían en el campo y seguían trabajando». Lourdes se ríe: «Venga, Almudena, no exageres, el embarazo no es una enfermedad». Su frialdad me mata. Tengo miedo por mi hijo: el estrés, el insomnio, el trabajo sin fin están dejando huella. Ayer casi me caí cargando un cubo de agua, pero nadie preguntó si estaba bien.
Intenté hablar con Adrián. Entre lágrimas, le dije: «No puedo más, estoy embarazada, me duele todo». Me abrazó, pero respondió: «La abuela nos dio techo, aguanta». ¿Aguantar? ¿Hasta quéHasta que, una tarde, miré por la ventana y supe que, aunque el camino fuera incierto, mi hijo y yo merecíamos un hogar donde el amor no viniera con condiciones.