Título: Solo soy madre. Ni derecho ni tiempo para el amor
Hoy mi hija Lucía cumplió dieciséis años. Al pequeño, Pablo, le faltan unos meses para los trece. Ya casi son adolescentes. Y yo… sigo siendo solo una madre. Ni mujer, ni persona con sueños y derecho a una vida propia. Solo mamá. Por la mañana, el colegio y los desayunos. Por la tarde, el trabajo. Por la noche, actividades extraescolares, deberes y la cena. Y al final del día, el cansancio y las lágrimas en la almohada. En silencio, para que nadie las escuche.
Con su padre, Javier, nos separamos hace cinco años. Sin peleas, sin juicios. Solo dijo un día que me había perdido en la maternidad, que entre nosotros ya no quedaba pasión. Aunque la verdad era otra: él ya escribía mensajes a otra mujer, alguien que, según supe después, conocía desde hacía tiempo.
No quise hacer un drama delante de los niños. Les dije que sería lo mejor: ahora tendrían dos casas. Les costó, claro. Lucía dejó de comer, Pablo se encerraba en sí mismo. Pero con el tiempo se acostumbraron. Yo siempre estuve ahí. Su padre los veía poco: un paseo, una merienda, el cine. Vivía en un piso en Granada con esa mujer, pero nunca invitaba a los niños. Decía que no era el momento para presentarles a su nueva pareja. No me opuse. Lo importante era que no perdieran el contacto, aunque por dentro mi corazón se partía.
Pero al final se enteraron. De la boda. De ella. Lucía lloró toda esa noche y, al día siguiente, me miró con rabia y desprecio, como si la traicionada fuera ella. Con Pablo fue peor: se encerró en su mundo y dejó de contarme hasta los detalles más pequeños. No los culpé. Les dolía. Pero a mí también.
Luego llegó Nochevieja. Salí con mis compañeras de trabajo a la cena de empresa. Un restaurante lleno de gente, música y luces. Reímos. Por primera vez en años, me permití ser yo.
Y fue entonces cuando lo conocí. Antonio. No un Adonis de revista, pero con una mirada cálida, sincera. Era mayor, vivía solo, su hijo ya era independiente. Hablamos, le di mi número. Y empezó todo.
Me traía flores. Me decía que era guapa. Sin motivo. Preguntaba por mi día. No exigía, no juzgaba. Yo escondía los ramos como una colegiala. Guardaba sus regalos en el armario. Me quitaba el perfume antes de volver a casa. Sentía que engañaba a todos, especialmente a mis hijos. Me había prometido que, hasta que crecieran, no buscaría mi propia felicidad.
Mi madre lo sabía. Solo ella. Me cuidaba a los niños cuando yo salía a escondidas. Pero un día… se le escapó. En una conversación con Lucía, mencionó que había salido con un hombre. Lucía estalló.
—¡Eres igual que él! —gritó—. ¡Nos mentiste! ¡Eres una hipócrita!
Me quedé muda. Mi niña, mi orgullo, lanzaba palabras como cuchillos, cada una clavándose en lo más hondo. Y Pablo… se encerró en su habitación sin decir nada. Desde entonces, apenas habla conmigo.
Intenté explicarme. Que seguía siendo su madre. Que también necesitaba cariño. Que Antonio era bueno, que no quería reemplazar a nadie. Pero Lucía no escucha. Para ella, soy una traidora.
Antonio habla de vivir juntos, de casarnos. Quiere un futuro. Y yo… estoy atrapada. Porque mi hija me pone un ultimátum: él o ellos. Y no sé qué hacer.
El corazón me dice que merezco amor. La maternidad grita que ellos son lo primero. Pero ¿acaso no soy también una mujer? ¿Ser buena madre significa renunciar para siempre a ser feliz?
Tengo miedo. Miedo de perder mi última oportunidad. Miedo de fallarles. Miedo de quedarme sola. Y el tiempo se acaba…
¿Qué hago? ¿Cómo les explico que puedo ser madre y mujer a la vez? ¿Cómo no perder mi identidad por aquellos por los que he vivido, respirado y luchado tantos años?
Si alguien ha pasado por esto, que hable. Quizá conozca el camino. Porque yo… estoy cansada de ser una sombra.
**Lección aprendida:** A veces, el mayor sacrificio no es renunciar a uno mismo, sino enseñar a quienes amamos que el amor no se divide, se multiplica. Pero hacerlo sin perdernos en el proceso… eso es lo más difícil.