“Soy la señora de esta casa, no usted”: por qué las visitas de mi suegra me agotan
Cada vez que aparece, es como un huracán que deja un reguero de desastre, y me toma una semana recuperarme. No exagero. Mi suegra está convencida de que su opinión es la única válida, sus métodos los únicos correctos. Y cada visita suya convierte nuestro hogar en un campo de batalla. ¿Lo peor? Espera que se lo agradezcamos.
Todo comenzó cuando mi marido y yo nos mudamos al piso de mi abuela, en Sevilla. Estaba anticuado, necesitaba reformas, pero pusimos todo nuestro empeño: ventanas nuevas, empapelado, muebles y electrodomésticos nuevos. Justo cuando el piso empezaba a parecer un hogar, cuando cada detalle reflejaba nuestros gustos, mi suegra llegó sin avisar.
Intentamos disuadirla con educación: “Aún hay obras, polvo, no es buen momento para recibir visita”. Nada la detuvo. Cogió el AVE y apareció, maleta en mano. El primer día ya nos dio una sorpresa. Fue y compró ¿en serio? un papel pintado con flores enormes, como de película de los 90, y lo colocó ella misma en una pared del salón. ¡Sin preguntarnos! Nosotros ya teníamos planeado empezar por el baño, todo organizado paso a paso. Ella, en cambio, lo revolvió todo.
Al volver del trabajo, nos encontramos con ese espectáculo Casi me desmayo. Mi marido pasó la tarde calmándome, mientras mi suegra, al día siguiente, me reprochó mi ingratitud. “Hice esto por ustedes, ¿y te atreves a ponerte así?” Se fue ofendida. Mi marido tuvo que arreglarlo todo y hasta logró cambiar el empapelado.
Uno pensaría que lo entendería. Pero no. En cuanto terminamos las reformas, volvió. Esta vez, le molestó cómo guardábamos las cosas. Vació nuestro armario y lo reordenó “como debe ser”. Cuando tocó mi ropa interior, me quedé helada. Incluso tuvo el descaro de sermonearme:
“El encaje es vulgar. ¡El algodón es más que suficiente!”
Casi le respondo: “¿Y por qué no me compras también bragas, ya que estás? ¿De esas que parecen un saco?” Pero me mordí la lengua. En cuanto se fue, lo volví a ordenar todo. Le supliqué a mi marido que hablara con ella. Lo intentó sin éxito.
Las visitas siguientes fueron igual de agotadoras. Las toallas mal dobladas, los pañales “tóxicos” tirados a la basura “¡no voy a permitir que envenenen a mi nieto con esos químicos!” Una vez, de verdad los tiró, y mi marido tuvo que apartarla antes de que yo estallara.
Quizás piensen que la odio. Para nada. A distancia, es una mujer maravillosa: servicial, atenta, siempre dispuesta a dar buenos consejos. Pero en cuanto cruza nuestra puerta, se acabó. Ya no me siento en casa. Soy una invitada en mi propio hogar.
Las conversaciones no ayudan. Ni su propio hijo puede hacerla entrar en razón. Para ella, soy una pésima ama de casa porque no friego los platos como ella o no ordeno las toallas por colores. Estoy harta. No quiero pelear, ni arruinar nuestra relación. Pero no soporto más esta intrusión.
¿Cómo hacerle entender que somos una familia aparte, con nuestras normas y nuestra rutina, y que no tiene derecho a imponer sus elecciones, aunque sea “por nuestro bien”? ¿Cómo poner límites sin romper todo? La verdad es que no lo sé.
Al final, aprendí que el respeto no se impone, se gana. Y que un hogar no es solo un espacio, sino el lugar donde uno se siente libre. A veces, el amor necesita distancia para no ahogar.






