Soy esposo, no un mueble.

—Has vuelto a comprar el pan equivocado. Te pedí sin pipas —dijo Lucía al dejar la barra sobre la mesa sin siquiera mirar a Daniel.

—Era el último que quedaba —respondió él con calma—. ¿Por qué te pones así? Es un pan normal.

—Luego a Marcos le duele la tripa. Para ti es fácil, no eres tú quien le da las pastillas a medianoche y se queda despierto con él.

Daniel cerró los ojos un instante y exhaló lentamente. Dejó la bolsa de la compra junto a la ventana y se sentó en un taburete cerca, como si buscara alejarse de la familia. Quería estar cerca, pero algo se lo impedía.

Llamaron a la puerta. Era Alba, la hermana de Lucía, que llegaba con dulces y una sonrisa. En casa de su hermana siempre sentía esa extraña sensación de déjà vu: los mismos quehaceres, pero con un calor familiar que la atraía.

—Hola, familia. ¿Todo tranquilo aquí? ¿Silencio y paz?

—Ojalá —contestó Lucía, sacando las compras—. Pero casi estamos libres. Solo quedan los deberes, la cena y el baño. Y planchar la ropa para mañana. Desde esta mañana no he parado.

—¿Las rodillas no te crujen ya? —bromeó Alba mientras se quitaba la chaqueta.

Daniel le hizo un gesto de saludo y se marchó al dormitorio. Hacía tiempo que había dejado de intentar participar en las conversaciones de mujeres.

—¿Todo como siempre? —preguntó Alba en voz baja, mirando a su hermana.

—¿A qué te refieres?

—Pues que tú estás aquí sola otra vez, y Daniel en otra habitación, como un fantasma.

Lucía hizo un gesto de fastidio, alzando los ojos al cielo.

—No empieces. Es solo… la distribución de tareas. Yo en casa y con los niños, él trabajando. Lo normal.

—No es eso. Lleva en casa hora y media. ¿Has hablado con él siquiera?

—Ay, por favor, ¿acaso tengo que prepararle una cena romántica cada noche? Tenemos hijos.

La cocina era pequeña. Una mesa estrecha, sillas con cojines raídos, una tabla de cortar comida con la pintura descascarillada. En la pared, un horario de actividades escrito con la pulcra letra de Lucía.

—¿Para ti los hijos son el final de la vida personal? —preguntó Alba.

Lucía se encogió de hombros.

—No quiero que tengan… lo que tuvimos nosotras. ¿Recuerdas cuando mamá nos dejaba solas medio día? ¿Y cómo papá se emborrachaba mientras ella trabajaba? Sin hablar del desastre que había. Hasta que yo empecé a limpiar, daba miedo entrar al baño.

—Lo recuerdo —asintió Alba, suspirando—. Pero también recuerdo cuando nos tirábamos en el suelo a ver dibujos. ¿Cuándo fue la última vez que viste algo con los niños?

Lucía apartó la mirada, avergonzada. La respuesta era obvia.

—Necesitan inglés, matemáticas y natación, no dibujos.

—¿Y Daniel? ¿Tampoco necesita nada?

Lucía miró hacia el pasillo, frunciendo el ceño.

—Es un adulto. No es un crío. Puede aguantar por la familia.

Alba calló, observando a su hermana. Las ojeras moradas, el pelo recogido en un moño desaliñado. Sus manos eran un motor perpetuo: abrir, cerrar, remover, guardar.

—¿Lo quieres? —preguntó Alba de pronto.

—¿Te has vuelto loca? ¡Claro que lo quiero! Es que ahora no es el momento.

—Llevas más de diez años sin que sea el momento. Desde que nació Marcos.

Entró Pablo en pijama, despeinado como un gorrión.

—Mamá, el libro de Marcos está roto. Dice que fui yo, ¡pero no lo toqué!

—Ahora lo veo.

Lucía se levantó al instante y salió. Alba se quedó sola en la cocina, pero no por mucho tiempo. Minutos después apareció Daniel, como si hubiera esperado a que su mujer se fuera para servirse un vaso de agua.

—¿Cansado? —preguntó Alba con suavidad.

—No es nada. A veces pienso que si desapareciera, ni se daría cuenta —confesó Daniel en voz baja.

—Se daría cuenta. Pero quizá demasiado tarde.

Él se encogió de hombros, suspiró y apartó la mirada.

—Los quiero. Pero aquí soy como un mueble. Traigo el dinero y ya estoy libre.

Alba no supo qué decir, y Daniel no esperaba respuesta. Se levantó y volvió al dormitorio.

Lucía no regresó. Se quedó atrapada entre el libro roto, los alféizares polvorientos y la ropa mal doblada en el armario.

La mañana siguiente empezó sin café, con una discusión junto al armario. Lucía, como siempre, quería abrigar a todos hasta el exceso.

—Marcos, ponte esa chaqueta, la de capucha.

—Mamá, me da calor. Vamos al centro comercial, ahí hace calor.

—¿Y mientras caminas por la calle? ¿Quién te limpiará los mocos después?

Pablo, el pequeño, se retorcía junto a la puerta, poniéndose los calcetines sobre las botas para “resbalar menos”. Lucía le gritó, él se sobresaltó y se puso a calzarse bien. Daniel, mientras tanto, esperaba en el coche. Había ofrecido ayuda varias veces, pero la respuesta era siempre la misma: “Ya me ocupo yo, no molestes”.

Ya en el coche, preguntó:

—Oye, ¿y mañana salimos solo nosotros dos? Al cine o a un café. ¿Recuerdas cuando lo hacíamos antes?

—¿Mañana? ¿Y los niños con quién se quedan? —la sorpresa en la voz de Lucía se tornó irritación—. ¡No podemos dejarlos así! Son pequeños todavía.

—Tienen doce y cinco años. Marcos puede hacerse unos sándwiches.

—Sí, y de paso quemar la cocina. Daniel, ¿en serio? No saben ni calzarse bien.

En el centro comercial, los niños intentaron llevar a sus padres al food court. Lucía les cerró el paso con el brazo, como una barrera.

—En casa hay sopa. Las hamburguesas os darán gastritis.

—Mamá, pero es fin de semana —suspiró Marcos—. No es todos los días.

—He dicho que no. Sin discutir. Aquí no hay democracia.

Veinte minutos después, Pablo empezó a lloriquear de hambre. Marcos se negó a probarse ropa en la tienda, y Lucía le gritó. Tan fuerte, tan brusco, que el niño perdió las ganas de hablar con ella. Se puso testarudo.

No era la primera vez. Pero hoy Daniel no pudo más.

—¿Te has escuchado alguna vez?

—¿Y tú? —ella se volvió con el ceño fruncido—. ¿Escuchas algo aparte de tus juegos?

—Escucho cómo das órdenes todo el día. A todos. Incluso cuando no hace falta.

—¡Porque si no lo hago, todo se viene abajo!

—Ya se vino abajo, Lucía.

Salieron antes de lo previsto. Daniel condujo en silencio, Lucía miró por la ventana, los niños se pusieron los auriculares. La tensión era demasiado densa.

Daniel no aparcó, solo se detuvo frente a casa. No salió del coche con ellos.

—¿Te vas a otro sitio? —preguntó Lucía, confundida.

—Necesito pensar. Estar solo. No me esperes esta noche.

—¿Qué? —su voz mezcló pánico y resentimiento—. ¿Nos abandonas?

—No. Solo que ya no puedo respirar siguiendo un horario. Soy tu marido, no un armario.

Lucía miró elLucía se quedó parada en la acera, viendo cómo el coche de Daniel se perdía en la distancia, y por primera vez en años, sintió que el silencio de la casa no era un alivio, sino un vacío que ya no sabía cómo llenar.

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Soy esposo, no un mueble.