Sorpresa Inesperada: El Plan Secreto de la Suegra

**La Sorpresa Traicionera: El Plan Secreto de la Suegra**

Isabel aún dormía cuando un insistente golpe en la puerta rompió el silencio matutino de su apartamento en las afueras de Sevilla.

—Javier, abre—musitó, empujando a su marido con el codo.

—Estoy durmiendo—refunfuñó él, arropándose con la manta.

Isabel, resignada, salió de la cama y, arrastrando las zapatillas, se acercó a la puerta. Al abrir, se quedó paralizada: en el umbral estaba su suegra.

—¿Doña Carmen? ¿Qué hace usted aquí?—Los ojos de Isabel se abrieron como platos.

La suegra, sin dignarse responder, pasó de largo dejando a su paso un rastro de perfume demasiado intenso.

—Isa, ¿quién era?—Javier, frotándose los ojos, apareció en el pasillo.

—¿Te callas? ¡Vamos, cuéntale a tu mujer nuestra sorpresa!—Doña Carmen miró a su hijo con una sonrisa burlona.

—¿Qué sorpresa?—Isabel se giró bruscamente hacia Javier, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza. Sabía que algo se tramaba, pero ni imaginaba el golpe que la esperaba.

—¿Otra vez?—Isabel lo miró con desesperación—. ¡La semana pasada ya fuimos a casa de tu madre a ayudarla! Estoy cansada, Javi, ¿no podemos pasar este fin de semana en paz, solo nosotros dos?

Su voz temblaba, sus ojos suplicaban, pero Javier no cedió.

—Isa, sabes que mamá está pasando por un mal momento. Desde que murió papá, está sola y no puede con todo. Soy su único hijo, tengo que ayudarla.

—¿Y por qué ha venido ahora?—Isabel intentaba contenerse.

—Necesita empapelar una habitación, tono beige claro, y algunas cosas más para el arreglo.

—¿Y no se puede pedir por internet?—preguntó con esperanza.

—No sabe cómo. Iremos este fin de semana, así paseamos un poco, te despejas.

—¿Despejarme en una ferretería? ¡Vaya plan!—bufó Isabel, la rabia hirviendo en su pecho.

Pero no quería amargarse el fin de semana. Cogió el teléfono, pidió todo lo necesario con entrega a domicilio, eligió los materiales y pagó ella misma. Solo faltaba que Doña Carmen recibiera el pedido. Parecía que, ahora, no tendría excusa para aparecer en su piso. La entrega sería el viernes por la tarde, e Isabel respiró aliviada, pensando que todo estaba bajo control.

Su sorpresa fue mayúscula cuando, el sábado por la mañana, su suegra apareció cargada de bolsas llenas de rollos de papel pintado y botes de pintura.

—¿Esperaban que cargara con todo esto sola?—Doña Carmen la fulminó con la mirada—. Javier, ¿no le dijiste nada?

—Doña Carmen, esto… iba a ser una sorpresa—balbuceó Isabel, todavía en pijama.

—Ya veo—la suegra torció el gesto y miró a su hijo—. ¿Te quedas mudo? ¡Cuéntale a tu mujer lo que planeamos!

—¿Qué?—La voz de Isabel tembló. Presintió que su mundo se venía abajo.

—Me mudo con ustedes unos meses—anunció Doña Carmen con una sonrisa triunfal, quitándose el abrigo.

Isabel aún no había digerido la noticia cuando su suegra soltó otra bomba:

—Y ustedes se vienen a mi pueblo.

Doña Carmen avanzó hacia la cocina como una reina, mientras Isabel, agarrando a Javier del brazo, susurró furiosa:

—¿De qué estás hablando? ¿Qué mudanza? ¡No lo hemos hablado!

—Perdona, no tuve tiempo de decírtelo—Javier se encogió de hombros, como si no fuera importante—. Mamá lo propuso. Tranquila, no es para mañana.

Isabel, conteniendo la ira, se encerró en el dormitorio. No quería discutir delante de su suegra, pero por dentro hervía. Por la noche, Javier le explicó.

—Isa, ¡piensa que es una oportunidad! Haremos reformas en la casa del pueblo a tu gusto. Podrás añadirlo a tu portafolio, ¡los clientes vendrán solos! Mientras arreglamos, viviremos allí. Mamá no puede respirar el polvo de la obra a su edad, y hay que vigilar a los obreros.

—¿Y tengo que hacerlo yo?—Isabel casi se ahogó de indignación.

—¿Qué tiene de malo? Necesitas trabajo, ¡mamá y yo nos preocupamos por ti!

—¿Preocuparse? ¿Mandarme a un pueblo perdido, lejos de todo? ¡No quiero! ¡Me gusta nuestro piso!

—No nos vamos ahora—se apresuró a decir Javier—. Ya pediste el papel, empezaremos por una habitación para que mamá esté cómoda.

—¿Y cómo va a respirar el polvo de la obra?—replicó Isabel con sorna.

—Abriremos la ventana, no se dará cuenta. Además, no estamos para poner condiciones. El piso es de ella, y la casa está a mi nombre.

—¡El piso es suyo porque no has reclamado la herencia!—estalló Isabel.

—¡No te metas en lo que no te importa!—cortó Javier—. Mamá y yo ya lo decidimos. Soy su único heredero, así que tarde o temprano todo será nuestro.

—Si el piso estuviera a tu nombre, tu madre no nos echaría al pueblo—recriminó Isabel—. ¡Y ahora, por tu dejadez, tendremos que vivir allí!

Doña Carmen, que escuchaba tras la puerta, no pudo contenerse y entró de golpe.

—¡Cállate ya!—rugió—. ¿Viniste sin nada y ahora reclamas propiedad?

—¿Sin nada?—Isabel casi se ahoga de rabia.

—¡Claro! Sin mi hijo, estarías en la calle. ¿Y ahora exiges derechos?

—Creo que es justo—replicó Isabel—. Le quitaste a Javier lo que le correspondía. ¿Y si te vuelves a casar?

—¿Yo? ¿Casarme?—Doña Carmen soltó una carcajada, ablandada por el inesperado cumplido—. Bueno, si arreglan la casa, firmaré el piso a nombre de Javier. Pero la casa seguirá siendo mía. ¿Contentos?

Isabel suspiró aliviada. Javier, aunque molesto por la discusión, fingió tranquilidad.

—Aún me siento mal por mamá…—murmuró más tarde en el coche.

Una semana después, terminaron la reforma en el piso y se mudaron al pueblo.

—Ella viene con buen corazón, y nosotros…—Javier parecía apenado.

—Y nosotros solo reclamamos lo nuestro—respondió Isabel con firmeza—. Cuando acabemos, el piso será nuestro. ¿Te imaginas?

La casa del pueblo los recibió con paredes desteñidas, suelos que crujían y una montaña de trabajo por delante. El costo de la reforma los asustó.

—Nada, pediremos un préstamo—razonó Javier—. Pero al menos tendremos el piso.

Isabel, a regañadientes, aceptó. Se entregó a la reforma con pasión, controlando cada detalle. Poco a poco, la casa fue cambiando, y, para su sorpresa, le empezó a gustar.

—Podríamos plantar flores alrededor—fantaseaba—. O al menos un rosal frente a la entrada.

Aunque no estaba planeado, Isabel cuidó del jardín. Por las noches, con los ojos brillantes, le contaba a Javier sus progresos.

—Aquí pondré peonías, ya encargué los plantones.

—Isa, esto se sale del presupuesto—frunció él el ceño—. Cuando mamá vuelva, ella decidirá.

El comentario la golpeó. Había puesto su alma en esa casa, ¿y—Pues tendrás que hablar con ella, porque aquí me quedo—respondió Isabel con determinación, sabiendo que esta vez no cedería.

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