Sorpresa de la nuera: regala los tiernos regalos tejidos por su suegra para los nietos

**Diario de un hombre**

La nuera repartía las cosas que su suegra había tejido con amor para sus nietos.

—¿Y qué tienen de malo estos calcetines? Son cálidos, bien hechos, de un color suave y acogedor. Pronto llegará el otoño, hará frío, es el momento perfecto para ellos— le pregunté a Lucía, sosteniendo en mis manos un par de calcetines de lana que acababa de darme.

—Es que el diseño parece anticuado —respondió ella, apartándolos con un gesto mientras se arreglaba el pelo—. Tengo un hijo, no se pondría algo así. Y además, mi suegra ya ha tejido tanto que los armarios están hasta arriba, no hay espacio para todo.

—Bueno, dámelos entonces —suspiré, guardándolos junto al jersey que Lucía me había regalado por mi cumpleaños.

Isabel Martínez, la suegra de mi amiga, acababa de jubilarse. Vivía en una casita en Toledo y era una verdadera artista con las agujas y el hilo. Sus creaciones eran hermosas: gorros, jerseys, calcetines… todo hecho con tanto detalle que parecían obra de magia. Pero su manía por ahorrar a veces le jugaba malas pasadas.

Podía deshacer un jersey viejo para tejer algo nuevo para los nietos. Esas prendas solían quedar desiguales, con nudos y marcas de uso, y desde luego no seguían ninguna moda. Tampoco se preocupaba mucho por los colores, usando los hilos que tuviera a mano. Por eso Lucía, su nuera, o las tiraba o las regalaba sin siquiera abrirlas.

Pero para sus nietos, Isabel se esforzaba al máximo. Gastaba sus ahorros en lana de buena calidad, pasando horas en su sillón, poniendo cariño en cada puntada. Los calcetines que Lucía me dio eran una obra de arte: suaves, cálidos, con un diseño impecable. Al sostenerlos, sentía el calor que esa abuela quería transmitirle a su nieto.

Una tarde, miré por la ventana y vi al niño del vecino corriendo con un gorro que Lucía había intentado colarme. Lo mismo pasó con un chaleco y una bufanda: todo lo que Isabel tejía con el alma, Lucía lo repartía sin que su hijo lo estrenara. No lo entendía. Esas prendas no eran solo ropa: llevaban un pedacito del corazón de una mujer mayor que solo quería alegrar a sus nietos.

Los calcetines que me dio le quedaron perfectos a mi hija. Se los puse y no paraba de saltar, orgullosa de lo cómodos que eran. Los habría comprado encantado en una tienda, pero ¿dónde encontrar algo así? Le sugerí a Lucía hablar con su suegra, explicarle qué cosas no le gustaban para evitar esfuerzos inútiles. Pero ella solo se encogió de hombros:

—Bah, ¿para qué? Es más fácil regalarlos que discutir con ella. Total, nunca lo entendería.

La miré y sentí indignación. No por mí, sino por Isabel. Aquella mujer, con sus manos cansadas y su corazón bondadoso, pasaba horas pensando en su nieto mientras tejía. Y su trabajo terminaba en la basura o en manos de extraños, sin siquiera un gracias.

Lucía seguía quejándose: que su suegra se metía en todo, que daba demasiados consejos. Pero yo solo veía indiferencia. Isabel no tejía por hobby: era su manera de estar cerca de su familia, de un nieto al que apenas veía. Y Lucía, en lugar de valorarlo, lo apartaba como si fuera una molestia.

Un día no pude más. Estábamos en su casa cuando sacó otro regalo de su suegra: una chaquetita tejida para su hijo. La tomé en mis manos: lana suave, patrones delicados, costuras perfectas. Imaginé a Isabel, en su sillón viejo, contando puntadas para que todo quedara impecable. Y estallé:

—Lucía, ¿te das cuenta del trabajo que hay aquí? Lo hace por tu hijo, ¿y ni siquiera te molestas en mirarlo?

Ella puso los ojos en blanco:

—Ay, ¿otra vez con lo mismo? Es más fácil regalarlo que explicarle que no van con la moda. Seguro se ofende.

No contesté, pero me hervía la sangre. Me dolía por Isabel, cuyo esfuerzo nadie apreciaba. Pensé en cómo se sentiría al saber que sus regalos acababan con otros. Quizá ya lo sospechaba, pero callaba para no provocar conflictos.

Ahora me toca elegir: ¿aceptar lo que Lucía me ofrece o negarme? Si lo tomo, parecerá que apoyo su indiferencia. Si lo rechazo, se molestará y nuestra amistad se resentirá. Pero cada vez que le pongo esos calcetines a mi hija, siento culpa. El trabajo de Isabel merece respeto, no acabar olvidado en un armario ajeno.

¿Qué debería hacer?

*Reflexión del día: A veces, el mayor regalo no es lo que recibimos, sino el amor con que se nos da.*

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