Sorpresa de Año Nuevo: la novia que nadie esperaba
Alejandro, Diego y Óscar eran inseparables desde la infancia. Aunque tenían profesiones y temperamentos distintos, su amistad resistió el paso del tiempo. Alejandro fue el primero en casarse, no por amor apasionado, sino más bien porque “era lo que tocaba”. Con el tiempo, surgió entre él y Marina un profundo respeto y, tal vez, incluso cariño.
Diego se casó después. Su historia fue un auténtico cuento de amor: intensa, correspondida y feliz. Su esposa, Lucía, se hizo amiga rápidamente de Marina, y así las dos parejas empezaron a compartir más momentos juntos.
Óscar, en cambio, seguía soltero. No tenía prisa por casarse y bromeaba diciendo que así respiraba mejor. Pero aquella Nochevieja anunció que no llegaría solo, sino con una chica. Era la primera vez en años que presentaba a una pareja ante sus amigos.
En casa de Alejandro todo estaba listo: el árbol decorado, la carne marinándose y el cava bien frío. Diego y Lucía ya habían llegado con su hijo pequeño, Pablo. Todos estaban intrigados: ¿quién sería esa mujer que Óscar, siempre tan exigente, había decidido llevar a la reuníon?
—Seguro que es una ejecutiva con un máster de Oxford —bromeó Diego.
—O una top model de portada —añadió Alejandro.
—Chicos, basta —interrumpió Marina, cansada de sus especulaciones—. Sea como sea, lo importante es que sea feliz con ella.
Cuando sonó el timbre, Alejandro abrió la puerta. Allí estaba Óscar… con Verónica.
La novia de Óscar dejó a todos boquiabiertos. Baja, con curvas, una falda corta y brillante, maquillaje llamativo, pestañas postizas y uñas larguísimas pintadas. Llevaba trenzas de colores y, bajo el abrigo, un top de cuero.
—¡Hola a todos! ¡Qué ilusión conocerlos! —dijo Verónica parpadeando exageradamente—. Vosotros debéis ser Marina y Lucía, ¿verdad?
Las esposas, con sonrisas forzadas, le estrecharon la mano. El ambiente se volvió incómodo, aunque todos intentaron disimular. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
En la cocina, las chicas trataron de integrarla. Verónica se puso manos a la obra: peló verduras, picó hierbas y ralló remolacha. Para sorpresa de todos, lo hacía rápido y bien. Marina y Lucía intercambiaron una mirada: esperaban un desastre, pero en su lugar tenían una ayudanta eficiente.
—¿Y tú a qué te dedicas? —preguntó Lucía con cautela.
—Soy fotógrafa —respondió Verónica—. Trabajo para revistas y hago reportajes. Hace poco estuve en un orfanato haciendo sesiones para los niños. Quiero que tengan buenos recuerdos.
Esto las sorprendió aún más. No cuadraba con su imagen. Pero lo que más les impactó fue ver cómo trataba a los niños. Pasó toda la noche jugando con Pablo y con la hija de Alejandro, Sofía, de siete años.
Cuando llegó la hora de abrir los regalos —una tradición entre ellos—, los paquetes de Verónica contenían detalles pensados con cariño para cada uno.
A la mañana siguiente, mientras los demás todavía dormían, ella ya estaba en el jardín haciendo un muñeco de nieve con los niños. En la cocina, el café humeaba y las tazas estaban preparadas.
—Es un tesoro —le susurró Alejandro a Óscar—. No la sueltes.
—Has tenido suerte —añadió Lucía, agradecida por haber dormido por fin una noche tranquila.
Fue entonces cuando todos comprendieron lo equivocados que habían estado. Las apariencias engañan. Verónica era justo lo que todos esperan en el fondo: amable, sincera, de fiar. Esa persona que todos sueñan encontrar, aunque no lo sepan al principio.
Hoy aprendí que juzgar a alguien por su aspecto es como leer solo la portada de un libro. La verdad siempre está en las páginas que nadie se molesta en abrir.