Sorpresa de Año Nuevo para la Suegra

Sorpresa de Año Nuevo para la suegra

Estaba sentada a la mesa de Nochevieja en casa de mi suegra, Luisa María, disfrutando de su ensaladilla rusa y esperando las campanadas, cuando de repente mi marido, Álvaro, sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó a su madre con una sonrisa: “Mamá, aquí tienes billetes para Egipto, ¡siempre has soñado con el mar! Y también el autobús a Madrid para llegar al aeropuerto.” Casi se me cayó el tenedor del susto. ¿Egipto? ¿Madrid? ¿Era posible que mi Álvaro, el que siempre regalaba flores y chocolates, la mandase de viaje al otro lado del mundo? Me quedé parpadeando, preguntándome cuándo había organizado todo aquello y por qué yo, su mujer, era la última en enterarme.

Llevamos cinco años casados y cada Navidad celebramos en casa de sus padres. Luisa María es una mujer llena de energía; trabajó como maestra toda su vida y ahora, jubilada, se dedica a su huerto y al trabajo vecinal. Le encanta contarnos cómo de joven soñaba con viajar, pero nunca pasó de ir a la costa gallega. “¡Ay, si pudiera ver el mar y las pirámides!”, suspiraba mientras nos enseñaba postales de Egipto. Yo pensaba que eran solo fantasías, como decir “quiero ir a la Luna”. Pero Álvaro, al parecer, la escuchó con atención. Y yo, como una tonta, ni siquiera sospechaba que preparaba semejante sorpresa.

La mesa aquella noche estaba repleta: ensaladilla, callos, cordero asado, empanadillas… Luisa María se había esmerado. Brindamos, reímos y compartimos historias. Yo la ayudé en la cocina, como siempre, cortando verduras y sirviendo platos. De repente, Álvaro se levantó como si fuera a dar un brindis, pero en vez de eso sacó el dichoso sobre. “Mamá —dijo—, siempre te has sacrificado por nosotros. Ahora te toca a ti.” Luisa María lo abrió, leyó y sus ojos brillaron. “¿Álvarito, es en serio? ¿Egipto? ¡Pero si solo lo soñaba!” Casi se echó a llorar y lo abrazó fuerte, mientras yo me quedaba pasmada.

La verdad, me quedé de piedra. No es que me molestase, Luisa María se merece ese regalo, es una mujer maravillosa. Pero, ¿por qué Álvaro no me dijo nada? ¡Si planeamos el presupuesto juntos, elegimos los regalos juntos! Yo le regalé un pañuelo y una crema de manos, ¡y él unos billetes a Egipto! Como si yo llegase con un ramo de margaritas y él con un anillo de diamantes. Sonreí y la felicité, pero por dentro me hervía la sangre. Cuando nos quedamos solos en la cocina, le susurré: “Álvaro, ¿cuándo hiciste esto? ¿Por qué no me lo contaste?” Solo se encogió de hombros: “Carmen, quería que fuese una sorpresa. Si te lo digo, empiezas con que es caro.” ¿Que si discutiría? ¡Quizá hasta lo habría apoyado, pero al menos quería saber!

Luisa María estaba en las nubes. Empezó a planear al instante: “Necesito un sombrero, que en Egipto el sol quema. ¡Y una maleta nueva, la mía está hecha polvo!” Yo asentía, pero por dentro pensaba: ¡vaya tío, mi marido! Hasta el autobús a Madrid lo organizó para que su madre no sufriera con los trasbordos. Era bonito, sí, pero me sentía excluida. Me habría gustado participar, aportar algo, sentirme parte de su alegría. En vez de eso, aplaudí como una espectadora.

De camino a casa, no aguanté más: “Álvaro, está genial, pero soy tu mujer. Podrías habérmelo dicho. ¡No es un regalo cualquiera!” Me miró como si fuese una niña y dijo: “Carmen, no te enfades. Quería que mamá se sorprendiese. Tú no sabes guardar secretos.” ¿Que no sé guardar secretos? ¡Soy una tumba! Pero discutir no tenía sentido: Álvaro brillaba de orgullo y yo me sentía un poco traicionada. No por el dinero, sino porque no compartió conmigo esta alegría.

Al día siguiente, llamé a mi amiga para desahogarme. Se rió: “¡Carmen, tu Álvaro es un genio de las sorpresas! Alégrate, que tu suegra se va a Egipto y no a la huerta.” Me reí, pero seguía doliendo. Me aconsejó: “Dile que la próxima vez también te incluya a ti.” Y razón no le faltaba. Quizá debería insinuar que a mí tampoco me vendría mal un viaje. Pero después pensé: bueno, que Luisa María disfrute, se lo merece. Y hablaré con Álvaro para que no me tome por sorpresa otra vez.

Ahora mi suegra llama cada día, contándome cómo elige bañadores y lee sobre las pirámides. Escucho, sonrío y el resentimiento se va disipando. Está tan feliz que no puedo enfadarme. Álvaro, al verme más relajada, me guiñó un ojo: “Carmen, el año que viene iremos los tres, te lo prometo.” ¿Los tres? Eso ya suena mejor. Quizá esta sorpresa no era solo para ella, sino también para mí: una lección de que mi marido sabe cómo sorprenderme. Mientras tanto, miro a Luisa María, que brilla como una niña, y pienso: que disfrute de su viaje. Y yo, quizá, empezaré a ahorrar para nuestras vacaciones. Eso sí, vigilando que no se le olvide contármelo.

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