**El Sorpresa de Año Nuevo**
Lucía corría hacia casa sin fijarse en el hielo bajo sus pies. Llevaba en el bolso dos billetes de avión. En el sur les esperaba una habitación reservada en un hotel. Llevaban soñando años con pasar las vacaciones de Navidad junto al mar, lejos del frío y las preocupaciones. Sin cocinar, sin prisas, disfrutando de la piscina. Como en un cuento de hadas.
Pero siempre surgía algún obstáculo. Primero, el dinero, que ahorraban para la entrada del piso. Luego, el ajetreo diario, que les hacía olvidar comprar los billetes a tiempo…
Ahora ya tenían su hogar. Quedaba poco por pagar. Era momento de pensar en tener un hijo, pero si no lo hacían pronto, con un bebé la escapada sería imposible. Así que Lucía decidió regalarle a Roberto el viaje por Navidad.
Su suegra, sin duda, diría que malgastaba el dinero en tonterías. «¿Quién va a la playa en invierno?». ¿Y ellos? ¿Por qué no lo habían consultado con sus padres? Habría reproches, resentimientos hacia Lucía. Su suegra ya no la quería demasiado, pero ahora… Bueno, no la mataría. Lo sobreviviría. Lo importante era la cara de sorpresa de Roberto, la felicidad que le daría.
Si le hubiera preguntado, su suegra habría montado un escándalo y el plan se habría arruinado. Además, probablemente no habrían viajado jamás. Lo que no imaginaba Lucía era que a Roberto no le gustara la sorpresa, o que él tuviera otros planes. Él siempre decía que no entendía por qué la gente pasaba la Nochevieja atiborrándose de comida delante de la tele. Prefería la compañía y la fiesta.
Hasta hoy, el sobre con los billetes había estado en el cajón de su escritorio. Esa tarde lo trajo a casa para entregárselo a su marido. El vuelo era dentro de dos días.
Al llegar, colocó el sobre bajo el árbol, donde Roberto lo vería nada más entrar. Se cambió de ropa y empezó a preparar la cena, escuchando atenta cada ruido en la puerta. Miraba el reloj sin parar.
A las ocho y media, la inquietud crecía. La cena se enfriaba en la sartén, y Roberto no aparecía. El ánimo se le hundía. Le llamó varias veces, pero su móvil estaba apagado. Se paseaba por el piso, asomándose a la ventana para ver si llegaba su coche. Los pensamientos oscuros se apoderaban de ella. Volvió a llamar, pero la operadora repetía con voz fría que el teléfono estaba fuera de cobertura.
Se obligaba a pensar en excusas: quizá Roberto se había entretenido con sus amigos. ¿Pero por qué apagar el móvil? ¿Por qué no avisar?
Hasta miró tras la puerta un par de veces. Una vez, su padre había bebido demasiado con unos amigos. Lo dejaron en el rellano, apoyado contra la pared, y se marcharon sin atreverse a llamar. Por suerte, un vecino lo vio al llegar y avisó.
Pero ahora no había nadie. Los billetes ya no importaban. Solo quería saber que Roberto estaba bien.
No pensaba dormir. Se sentó en el sofá, abrazando las rodillas, dispuesta a esperar toda la noche. De pronto, el timbre del móvil resonó como un disparo en el silencio. Se sobresaltó, lo cogió con urgencia.
—¿Roberto? ¿Dónde estás? —gritó en el auricular.
—No pasa nada —respondió una voz femenina, dulce como la miel. Lucía apartó el teléfono de la oreja, desconcertada. La llamada era del número de Roberto. —Tu Roberto está durmiendo. Tan tranquilo…
—¿Dónde? ¿Quién eres? —preguntó Lucía, aunque ya lo sabía.
Cuando le había contado a una amiga lo del regalo, esta le comentó la historia de su hermana. Le había regalado a su marido un abono para el spa. Fueron juntos un par de veces, luego él se resfrió y el trabajo lo absorbió. Un día, ella fue sola, pero no encontró la tarjeta. La recepcionista le dijo que la habían usado media hora antes. Entonces lo vio a él saliendo del vestuario con otra mujer.
Ese recuerdo cruzó por la mente de Lucía en un instante. La voz continuó:
—Está en mi casa. Vivo y coleando, no te preocupes. ¿Sabes quién soy? Llevamos seis meses juntos. No te lo dijo por lástima. Pensé que debías saberlo. —Colgó.
Lucía se dejó caer en el sofá. La pantalla del móvil se apagó, como se apagaba su vida, sus esperanzas, la ilusión por el viaje. Solo quedaba rabia y un dolor insoportable.
Había leído mil historias así. Nunca creyó que les pasaría a ellos. Seis años juntos. ¿Era poco para aburrirse? No podía ser verdad. En cualquier momento entraría Roberto y le diría que era una broma.
Volvió a llamar. El móvil seguía apagado. Se imaginó a una rubia en bata, sacando el teléfono del bolsillo de Roberto y marcando su número desde el baño. Esa sonrisa satisfecha, esos labios hinchados de besos.
«Seis meses. Desde julio. Y yo planeando esta sorpresa…». No sabía qué dolía más: la infidelidad o el esfuerzo inútil por hacerle feliz.
El sobre bajo el árbol seguía allí. No lloró. Las ideas giraban en su cabeza. ¿Qué hacer? ¿Cómo seguir? ¿Valía la pena?
Se enrolló en el sofá. A veces caía en sueños breves, pero despertaba y el dolor volvía.
La llave giró en la cerradura. La luz del portal se coló por la puerta. Oyó el crujir de la ropa. Ahora lo explicaría todo. La llamada había sido un sueño. Por favor, que así fuera…
Los pasos de Roberto se detuvieron frente al sofá.
—No duermo —dijo Lucía—. ¿Te quedaste trabajando? ¿Por qué apagaste el móvil? ¿Y si me pasaba algo, o a tus padres? No se hace, Roberto.
—Se me acabó la batería —mintió él, con cautela.
Lucía abrió el registro de llamadas y le mostró la pantalla.
—Mira. Me llamaste a medianoche. ¿Cómo lo explicas? Aunque no hace falta. Tu amante ya me lo contó. Seguro que ya descansaste con ella, así que coge tus cosas y vete. Dice que la quieres desde hace medio año, que a mí solo me tenías lástima.
Roberto intentó hablar, pero ella siguió, como si no lo oyera.
—Yo también tenía una sorpresa para ti. Está bajo el árbol. Dos billetes hacia nuestro sueño. ¿Recuerdas? Queríamos pasar Navidad junto al mar.
—Perdóname…
—No puedo. ¿Entiendes? —su voz sonaba fría, pero sentía un temblor interno, como si algo se despertara, listo para estallar.
—Vete.
Roberto se sentó a su lado, intentó abrazarla.
—¡No me toques! ¡Vete! ¡Vete! —gritó Lucía, cada vez más fuerte, hasta que la voz le quebró. Él la sujetó, pero ella se revolvió, llorando sin control.
Finalmente, Roberto se fue. Lucía se quedó inmóvil, como una estatua de hielo. Luego cogió el sobre, tentada de romperlo, pero cambió de idea. Sacó los billetes. Fecha: 30 de diciembre. Hora… Lugar…
De pronto, lo vio claro. Aquello era su salvación. Iría sola. El hotel tenía fiesta, actividades. Vendería el otro billete. Quizá a alguien le serviría.
Llamó a su madre para decirle que viajaban al sur, que volverían en una semana. Y empezAl subir al avión, Lucía respiró hondo y sintió, por primera vez en semanas, que el futuro era un lienzo en blanco esperando a ser pintado.