Sorpresa de Año Nuevo

La Sorpresa de Nochevieja

Laura corría hacia casa sin fijarse en el hielo bajo sus pies. No era para menos, llevaba en el bolso dos billetes de avión. En el sur les esperaba una habitación reservada en un hotel. Soñaban desde hacía tiempo con pasar las vacaciones de Navidad junto al mar, al calor y sin preocupaciones. No estar en la cocina, descansar, nadar en la piscina. Sentirse como en un cuento.

Pero siempre había algo que lo impedía. O no tenían dinero—estaban ahorrando para la entrada del piso—o, en el ajetreo del día a día, se les olvidaba comprar los billetes con antelación o reservar el hotel…

Ahora ya tenían su propio piso. Quedaba poco por pagar. Era hora de pensar en tener un hijo. Y si no era ahora, con un bebé tardarían mucho en cumplir su sueño. Así que Laura decidió hacerle un regalo a Javier por Navidad.

Claro, su suegra no dejaría de opinar: «Laura malgasta el dinero en tonterías». «¿Qué se hace en el mar en invierno?». «¿Y ellos, sus padres? ¿Por qué no les ha pedido consejo?». Habría resentimientos, reproches. En fin, tendría que aguantar. Su suegra ya la veía con malos ojos, y ahora… Ni imaginar la escena que montaría. Pero no la mataría, ¿no? Sobreviviría como fuera. Lo importante era la sorpresa para Javier. ¡Qué celebración le prepararía!

Si hubiese consultado antes, su suegra habría armado un escándalo y no habría sorpresa. Tampoco habrían ido al mar. Lo que no se le pasó por la cabeza fue que a su marido no le gustara la sorpresa o que tuviera otros planes. Javier siempre decía que no entendía por qué pasar la noche comiendo ensaladas frente al televisor. A él le gustaban las reuniones y la diversión.

Hasta hoy, el sobre con los billetes había estado en el cajón de su escritorio en el trabajo. Pero esa tarde lo trajo a casa para regalárselo a Javier. El vuelo hacia su sueño sería dentro de dos días.

Al llegar, Laura dejó el sobre bajo el árbol de Navidad, donde Javier lo vería al instante. Se cambió de ropa y empezó a preparar la cena, atenta a si se abría la puerta. Miraba el reloj una y otra vez.

A las ocho y media ya estaba preocupada. La sartén con la cena se había enfriado, y Javier no llegaba. Su ánimo decayó. Lo llamó varias veces, pero su móvil estaba apagado. Laura andaba de un lado a otro, acercándose a la ventana para ver si el coche de su marido entraba en el garaje. Pensamientos angustiosos la asaltaban. Volvió a marcar, pero la grabación repetía con voz impersonal: «El teléfono está apagado o fuera de cobertura».

Intentó calmarse: «Habrá quedado con amigos y se habrá entretenido». Pero, ¿por qué apagar el móvil? ¿Por qué no avisar?

Hasta miró por la mirilla un par de veces. Una vez, su padre había salido con amigos y volvió borracho. Lo dejaron en el rellano, temerosos del carácter estricto de su madre. Por suerte, un vecino lo encontró y llamó al timbre.

Pero no había nadie en el pasillo. Ni pasos. Laura ya ni pensaba en los billetes ni en la sorpresa; solo quería que Javier estuviera bien.

No se le ocurrió irse a la cama. Se sentó en el sofá, abrazando las piernas, dispuesta a esperar toda la noche. De pronto, el timbre del móvil sonó como un disparo en el silencio. Laura se sobresaltó, lo cogió y se puso en pie de un salto.

—Javier, ¿dónde estás? ¿Qué pasa? —gritó en el auricular.

—No pasa nada —respondió una voz femenina, dulce como la miel. Laura apartó el teléfono de su oreja, confundida. Era el número de Javier. —Tu Javier está durmiendo. Como un bebé —canturreó la voz.

—¿Dónde? ¿Por qué? ¿Quién eres? —preguntó Laura, aunque ya sabía la respuesta.

Una vez, cuando le contó a una amiga lo del regalo, esta le relató lo que le pasó a su hermana: le regaló al marido un pase para la piscina y la sauna para dos. Fueron unas veces. Luego él se resfrió, el trabajo se acumuló y dejaron de ir.

La hermana decidió ir sola. Buscó la tarjeta del club en su bolso, pero no estaba. La recepcionista le dijo que se había registrado media hora antes. Entonces lo entendió todo. Poco después, vio a su marido salir del vestuario con una joven. Así descubrió la infidelidad. Su amiga le advirtió: «Los regalos sorpresa son bonitos, pero hay que tener cuidado».

Todo esto pasó por la mente de Laura en un instante. La voz seguía hablando:

—Javier está en mi casa. Vivo y sano, no te preocupes. ¿Sabes quién soy? Me quiere. No lo esperes. Llevamos seis meses juntos. Te tenía lástima, por eso no te lo dijo. He decidido ayudarlo. —El tono de llamada cortó.

Laura se dejó caer en el sofá, el móvil en la mano. La pantalla se apagó, como su vida, sus esperanzas, la ilusión por la Navidad y el viaje al sur. Solo quedaban el dolor y la rabia.

Había leído y escuchado historias así. Nunca pensó que les tocaría a ellos. Llevaban seis años juntos. ¿Era tanto para aburrirse? No podía ser verdad. Pronto llegaría Javier y le diría que era una broma.

Volvió a llamar. El móvil seguía apagado. Laura imaginó a una rubia en bata sacando el teléfono del bolsillo de Javier, encerrándose en el baño y llamándola. Incluso vio su rostro, idéntico al de las modelos de internet, sus labios hinchados por los besos.

«Seis meses. Desde julio. Y yo planeando la sorpresa…». No sabía qué dolía más: la infidelidad o haber desperdiciado su esfuerzo en un regalo inútil.

El sobre con los billetes seguía bajo el árbol. No lloró. Su mente bullía con una sola pregunta: ¿qué hacer ahora? ¿Merecía la pena seguir viviendo?

Se envolvió en una manta en el sofá. A veces caía en un sueño intranquilo, pero despertaba al instante, recordaba todo y volvía a dar vueltas y vueltas.

La llave giró en la cerradura. Una franja de luz entró por la puerta. Laura oyó el crujido de la ropa. «Ahora lo explicará todo. La llamada fue un sueño. Ojalá…».

Los pasos de Javier se detuvieron frente al sofá.

—No estoy dormida —dijo Laura—. ¿Te quedaste en el trabajo? ¿Por qué apagaste el móvil? ¿Y si me pasaba algo, o a tus padres? No se puede hacer eso, Javier.

—Se me agotó la batería —mintió él con cuidado.

Laura abrió el historial de llamadas y le mostró la pantalla.

—Mira, llamaste desde tu móvil a medianoche. ¿Cómo lo explicas? Aunque no hace falta. Tu amante ya me lo contó todo. Seguro que has dormido bien, así que recoge tus cosas, llévalas al coche y vuelve con ella. Dice que la quieres desde hace medio año, que a mí solo me tenías lástima.

Javier intentó hablar, pero Laura siguió, como si no lo oyera.

—¿Sabes? Yo también te tenía una sorpresa. Está bajo el árbol. Dos billetes para un cuento. ¿Recuerdas que soñábamos con pasar Navidad junto al mar?

—Perdóname…

—No puedo, Javier. ¿Entiendes? —Laura se sorprendió de su propia calma, pero notaba—No puedo perdonarte, Javier —susurró Laura, mirando hacia la ventana donde el cielo empezaba a clarear, sabiendo que, aunque el dolor no desaparecería pronto, algún día volvería a sonreír.

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