Soplo de alivio

**Exhalar**

Ayer, a Carmen le cumplieron 47 años. Dos años atrás, su vida se había desmoronado. Qué irónico que una frase tan trillada pudiera resumir tan perfectamente lo que le había ocurrido.

Carmen encontró un vestido justo unos días antes de su cumpleaños. Llamó a su madre y le dijo que había comprado uno azul. Su madre insistió en verlo en persona de inmediato. Cuando Carmen se lo puso, su madre no pudo contener la emoción. *«Pareces una muñeca. Pero, ¿azul? Esto es turquesa»*. Qué generación más peculiar. Probablemente porque ellas iban a las modistas, discutían patrones, elegían telas. Cada vestido era un acontecimiento.

En fin, el vestido turquesa, ahora consciente de que no era «un simple azul», esperaba su gran noche.

Para esta celebración, Carmen invitó a todos sus pocos familiares y amigos. En el restaurante les prepararon una mesa en un rincón íntimo del local.

Sofía, su prima, brindó durante diez minutos interminables. Contó cómo, a los dieciséis, se emborracharon y llamaron un taxi. No recordaban cómo se declinaba la palabra «iglesia». *«¿Qué no entiende? Vivimos junto a la igle… ¡la igle! ¡Pueblo de los Peñascales! ¡Llévenos al centro y allá les mostramos!»*. Y propuso que todos se emborracharan hasta olvidar sus direcciones. Pero su romanticismo se truncó cuando le recordaron que todos se hospedaban en el mismo hotel donde estaba el restaurante. *«Ni una pizca de romanticismo queda»*, rio Sofía. Su marido añadió: *«Ya no escalamos ventanas para ver a nuestras amadas. Aunque solo sea porque ahora hay mosquiteras. Si no, créanme, lo haríamos. Sobre todo yo»*. *«Claro, en vuestra casa de una planta»*, bromeó Carmen. Todos rieron a carcajadas.

Luego brindó Alejandro, el marido de Marta, su otra prima. Alejandro recordó su viaje a Marbella hace siglos. Primero, todos ganaban en el casino. Después, lo perdieron hasta el último céntimo. Al salir, Carmen dijo: *«¿Qué haríais sin mí? Escondí cincuenta euros para el vino y unas tapas»*. Y así, bebieron hasta gastarlo todo, paseando luego por el paseo marítimo cantando *«Bajo el ala del avión»*. *«Brindemos por esta mujer increíble que nos salvó de morir de hambre y sed»*, exclamó. El marido de su madre, Gerardo, lamentó que el restaurante no tuviera una báscula para sellar su hermandad con un *brindis a peso*. Y todos comenzaron a tararear la canción, bajando la voz como en aquella escena clásica del cine español.

La velada fue perfecta. Su marido no brindó, pero nunca supo hacerlo. Él mismo bromeaba diciendo que no era un orador, sino un informático.

Al día siguiente, quedaron en desayunar juntos y pasear por el Parque del Retiro. Al anochecer, todos se despidieron. Carmen y su marido quedaron solos en casa.

Él, mirando hacia la esquina donde estaba su ordenador, dijo que necesitaban hablar. Y a Carmen le invadió un mal presentimiento. En realidad, lo había sentido todo el día. Pensó que quizás no había bebido tanto, pero algo la sacudía por dentro. Él le confesó que había conocido a otra mujer y que se iba esa misma noche. No quiso arruinarle la fiesta.

El año siguiente fue el año de la P. Pérdida, pena, piso nuevo, llanto, resignación, borracheras…

Para su 46 cumpleaños, Carmen decidió cambiar de letra. Se levantó y fue a pasear por la playa. Incluso en sus días más oscuros, mantenía la rutina de caminar cada mañana. Hacía frío. Enero. La playa estaba desierta. La brisa fresca, la soledad, o quizás la energía del mar, la levantaron por dentro. De pronto, sintió con claridad que estaba curada. Nunca había creído en esas tonterías energéticas, pero esa mañana, físicamente, notó cómo la oscuridad se esfumaba.

Pero algo le faltaba: no podía exhalar del todo.

Decidió que el próximo año sería el de la N. Nuevos comienzos, nueva ella. *¡No pasarán!*

Ese mismo día, creó un perfil en una app de citas. De todos los que le escribieron, solo uno le gustó. Se conocieron. Eso fue hace un año.

Bueno, en realidad, fue hoy.

Carmen respiró hondo el aire de la mañana, pero aún no lograba exhalar por completo.

Llamó a su madre para despedirse.

*«Le conté a Elena que te ibas de viaje y quiere que te quedes en su casa una noche»*, dijo su madre.

*«Vale, me encantan. Pensaba ir directa a Santander, pero me quedaré con ellos en Madrid. Está de paso. De su casa a Santander es un suspiro, y para el almuerzo ya estaré con los Lolos»*.

Los «Lolos» era el mote cariñoso de Luis y Laura López, por las tres eles en sus nombres. Y seguían siendo *sus* amigos.

Al segundo día, Carmen llegó a Madrid. Elena y Félix ya tenían la mesa puesta y le advirtieron que no se llenara con embutidos y ensaladilla, porque tenían una sorpresa. Veinte minutos después, llegó.

*«Carmita, te presento a Víctor. Nuestro vecino. Por desgracia, se muda a Gijón. Pero hoy nos deleita con su lubina al horno, receta secreta»*.

*«Encantado»*, dijo Víctor.

*«Igualmente»*, respondió Carmen. Le gustó tanto que casi sintió culpa por Íñigo, el hombre con quien iba a encontrarse en los Pirineos. Víctor rondaba los cincuenta. No era un Adonis ni el más atlético, pero su sonrisa era cálida e inteligente.

*«Bueno, jóvenes, ¿a qué esperamos?»*, alzó su copa Félix.

Víctor sirvió vino para ambos. *«¿Nos tuteamos? Al fin y al cabo, somos jóvenes»*.

*«Encantada»*, sonrió Carmen. Y Víctor anunció: *«¡La juventud está lista! ¡Salud!»*.

Todos rieron y brindaron.

*«Hoy hay manjares como en Nochevieja. ¡Víctor, no soy fan del pescado, pero esta lubina es increíble! Félix, tu ensaladilla, como siempre, sublime. ¡Ni en la gran nevada del siglo!»*, dijo Carmen entusiasmada.

*«¿Qué gran nevada?»*, preguntó Víctor.

Félix exclamó: *«Sirve, que ahora oirás la leyenda familiar del temporal del siglo»*.

Tras un bocado de su famosa ensaladilla, Félix comenzó: *«Era nuestro primer invierno aquí. Hace casi treinta años. Anunciaron la peor nevada en décadas. Lo repetían en todas las cadenas. Advirtieron que cerrarían colegios y oficinas. Nos preparamos: botellas de vino, una fuente gigante de ensaladilla… Y a las seis, estábamos todos en casa de los padres de Carmen, bebiendo. Hasta a la pobre Carmen, con diecisiete, le dimos un traguito. Afuera, empezó a nevar. Copos grandes, hermosos. Pero… ¿dónde estaba el temporal? Bebimos más. La ensaladilla se acabó. Nada. Terminamos el vino y acompañamos a la familia de Carmen a su casa, a dos pasos. Había unos diez centímetros. A la mañana siguiente, nos enteramos de que *eso* había sido el temporal»*.

Todos rieron, comieron lubina y ensaladilla. Carmen deseó que la noche no terminara. Pero, una hora después, Félix bostezó. Ella misma, tras todo el día conduciendo, empezaba a notar elY al mirar a Víctor, que sostenía la correa de su labrador blanco bajo la luz del amanecer, Carmen sintió, por fin, que podía exhalar.

Rate article
MagistrUm
Soplo de alivio