Soñé con llegar a ti y confesarte mi amor…

Soñé alguna vez con llegar hasta ti y decirte que te amo…

María Luisa Fernández dejó el último cuaderno corregido sobre la pila al borde de su mesa. Ahora tocaba anotar las calificaciones del trimestre en el registro. Fuera de la sala de profesores, la noche había caído hacía rato, y bajo la luz de las farolas los copos de nieve caían lentamente.

De pronto, escuchó el ruido metálico de un cubo golpeando el suelo y el sonido de un trapo mojado cayendo en el pasillo. Era la señora Carmen, la limpiadora, a quien incluso los profesores llamaban “doña Carmela”, subiendo al segundo piso para fregar los pasillos. Al ver la luz bajo la puerta de la sala de profesores, murmuró en voz lo suficientemente alta como para ser escuchada:

—Aquí siguen hasta la noche, ensuciando los suelos… Como si no tuvieran casa a la que ir…

La fregona restregó el linóleo con fastidio, como si estuviera de acuerdo.

«Nadie me espera en casa. Tendrás que aguantarme media hora más, doña Carmela», suspiró para sí María Luisa antes de abrir el libro de registro.

Cuarenta minutos después, lo cerró cansada, lo guardó en el estante con los demás y se detuvo a escuchar. Ni siquiera se había dado cuenta de cuándo el silencio se había adueñado del pasillo. Se puso el abrigo frente al espejo, tomó su bolso, echó un último vistazo a la sala y apagó la luz. El suelo todavía brillaba húmedo bajo la tenue luz de la bombilla al final del corredor.

Bajó al primer piso. Ni rastro del vigilante en su puesto. Entró en su cuartito, colgó la llave en el armario de puerta de cristal y anunció:

—¡Me voy! La sala está cerrada, la llave está aquí.

Su voz rompió el siliento de la escuela dormida. Nadie contestó. Pero ella sabía que el colegio nunca estaba vacío por la noche. Siempre quedaba algún vigilante.

—¡Hasta mañana! —se despidió en voz alta antes de salir a la calle.

Al alejarse unos pasos, miró atrás y vio al viejo conserje cerrando la puerta desde dentro.

La pista de hielo del patio, pulida por las pisadas de cientos de alumnos, ya estaba cubierta por una fina capa de nieve. María Luisa cruzó con cuidado y salió por la verja de hierro.

La calle estaba desierta, apenas algún coche pasaba de vez en cuando. Apuró el paso hacia casa.

Desde niña, Luisa jugaba a ser maestra con sus muñecas y amigas. ¿Qué otra cosa podía ser, si su madre también enseñaba lengua y literatura? Al terminar el instituto, entró sin problemas en la escuela de magisterio.

Había pocos chicos en su facultad, y los que había solo miraban a las guapas. Ella no se contaba entre ellas, así que al graduarse no tenía ni marido ni novio.

No le preocupaba, aún tenía tiempo. Luisa parecía más joven de lo que era, a veces la confundían con una estudiante. Su madre, en cambio, se inquietaba. Creía que la profesión marcaba el carácter, y que con los años sería más difícil encontrar un buen compañero. Sus padres le compraron un piso y le dieron libertad.

Pero ¿qué hacer con esa libertad si el claustro también era femenino? Aparte del profesor de gimnasia, que coqueteaba con todas, el de seguridad —un exmilitar con tres nietos— y los dos porteros mayores.

—No quiero que repitas mi historia: casarte tarde y tener un solo hijo a los cuarenta —le decía su madre.

Pero ¿acaso preocuparse y hablar del tema le traería un marido?

Las luces navideñas parpadeaban en muchas ventanas. Luisa no había puesto abeto en casa. ¿Para qué? Celebraría como siempre en casa de sus padres. Al doblar por un callejón tranquilo, oyó pasos tras ella. Sintió un escalofrío y miró hacia atrás.

Un joven caminaba a cierta distancia. No se le veía la cara bajo la sombra de la capucha. Apretó el bolso y aceleró el paso. Al llegar a la siguiente esquina, se pegó a la pared conteniendo la respiración. Los segundos pasaron, pero el hombre no apareció. Finalmente, asomó la cabeza y se encontró cara a cara con él.

—¿Qué quiere? ¿Por qué me sigue? ¡Llamaré a la policía! —dijo con voz temblorosa—. ¡Socorro! —añadió, más por efecto que por convicción.

El hombre se quitó la capucha.

—María Luisa, soy yo, Pablo Martínez —dijo, sonriendo.

—¿Pablo? —Luisa no reconoció en aquel hombre alto y ancho de hombros al alumno de su primera promoción—. ¿Quieres robarme? —preguntó, con los ojos muy abiertos.

—No, qué va. Llevo días acompañándola a casa. Anochece pronto, los callejones están oscuros y los tiempos son inseguros. Hoy se ha demorado más de lo habitual.

—¿Tanto me has seguido? —Luisa frunció el ceño—. Hoy sí me he quedado tarde, corrigiendo exámenes.

—¿Ya pusieron el abeto en el colegio? —preguntó Pablo, aún sonriendo.

—Ayer —respondió ella, relajándose por fin.

—Cómo me gustaba verlo en el pasillo, oliendo a fiesta y regalos. Y lo difícil que era estudiar aquellos últimos días antes de Navidad —comentó él con nostalgia—. Venga, la acompaño a casa.

—No hace falta, Pablo —dijo ella, ya más tranquila—. Está muy cerca.

—No tema. Hacía tiempo que no la veía. Tan cerca… —añadió él, serio.

Caminaron por la calle vacía. Luisa le preguntó por su vida, su trabajo. Pablo le contó que se dedicaba a un poco de todo: desde reparar ordenadores hasta venderlos. Planeaba abrir una tienda con un amigo.

—Lo conoce. Es Sergio Jiménez. Así que si necesita ayuda con el ordenador, ya sabe —dijo, sonriente.

Se detuvieron frente a su portal.

—Nunca veo luz en sus ventanas. Nadie la espera —observó Pablo, mirando hacia arriba.

—Deberías ser detective —respondió ella, dándole las gracias antes de dirigirse a la entrada.

—¿Y no me invita a pasar, María Luisa? —oyó a su espalda.

—Es tarde. Estoy cansada —contestó, volviéndose.

Al día siguiente salió temprano del colegio. Apenas tuvo tiempo de cambiarse y tomar un café cuando llamaron a la puerta. Segura de que era su madre, abrió rápidamente.

Era Pablo, con un abeto atado en una mano y una caja de cartón en la otra.

—Buenas tardes. Tenía la corazonada de que no habría puesto abeto. Por si acaso, traje adornos también —dijo, sonriendo.

—Gracias, pero no iba a ponerlo. Celebraré con mis padres, como siempre —respondió ella, viendo cómo su sonrisa se apagaba—. Pasa. —Finalmente, abrió la puerta de par en par.

Pablo colocó el abeto junto a la ventana, llenando el piso de aroma a pino. Luego lo decoraron juntos, rozándose sin querer, lo que les provocaba un rubor incómodo. Después tomaron café en la cocina.

—¿Puedo llamarte Luisa? —preguntó él de pronto—. Ya no estamos en clase. Y el nombre completo queda muy formal.

Le gustó que no la llamara Mari. Detestaba ese apodo. Le recordaba a la Niña de la Puebla, aquella canción antigua de voz chillona.

—Es que vi en las redes que tus amigos te llaman así —explicó él, sin pudor.

—¿Qué más sabes de mí? ——Todo, Luisa… que no importa cuántos años pasen, siempre soñaré con llegar hasta ti y decirte que te amo.

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Soñé con llegar a ti y confesarte mi amor…