Nadie sabía su nombre.
Era un niño de 9 años, delgado y con la camiseta un poco desgastada.
Todas las tardes, al salir del colegio, se detenía frente a la zapatería del barrio.
Se quedaba quieto, mirando las zapatillas rojas que brillaban en el escaparate.
No tocaba el cristal.
No decía nada.
Solo las observaba, como si guardaran un secreto.
Un día, el dueño de la tienda, don Carlos, salió y le preguntó:
—”¿Te gustan esas, chaval?”
El niño bajó la cabeza y respondió:
—”No, señor. Solo las estoy recordando.”
Don Carlos arrugó el ceño, sin entender.
Entonces el niño explicó:
—”Eran iguales a las que llevaba mi hermano.
Pero él ya no está… y no quiero olvidar cómo eran.”
A don Carlos se le quebró la voz.
Esa misma tarde, envolvió las zapatillas en una caja y se las dio al niño.
Pero no era un regalo cualquiera.
Le dijo:
—”Cuando te las pongas, recuerda que los hermanos no se extrañan por lo que calzaban…
sino por lo que dejaron grabado en el corazón.”
El niño se llevó las zapatillas a casa, pero no se las puso enseguida.
Las dejó en un rincón, junto a una foto de su hermano.
Y cada tarde, en vez de pasar por la zapatería, miraba esa caja con cuidado.
Hasta que un día decidió usarlas.
No fue para correr o jugar al fútbol.
Fue para ir al parque donde solían estar juntos, sentarse en su banco de siempre… y sonreír.
Porque a veces, las cosas no son solo cosas.
Son abrazos que no se acaban.
Son formas de seguir juntos, sin necesidad de palabras.