Soñando con el descanso eterno

En el pueblo todos conocían y despreciaban a Rufino por su carácter insoportable. Estaba casado con Carmen, una mujer tranquila pero con sus problemas. No podía darle hijos. Llevaban doce años juntos y seguían sin descendencia.

De repente, como un rayo en un cielo despejado, Carmen falleció. Su madre sabía que su hija arrastraba algún problema de salud, pero ella nunca se quejaba.

—Hija, últimamente no tienes buen aspecto —le decía su madre cuando Carmen iba a visitarlos.

—No es nada, mamá. A veces me siento débil, me duele la cabeza, pero con descansar se me pasa. No te preocupes —respondía Carmen, intentando calmarla.

Carmen no estaba acostumbrada a lamentarse, menos aún ante su marido, que no soportaba que su mujer tuviera migrañas o cualquier otra dolencia.

—No finjas, ya conozco a las mujeres, siempre andáis con algún achaque. Lo que pasa es que no quieres trabajar, por eso te quejas, para escaquearte de las tareas. No esperes compasión de nadie —le soltaba Rufino.

Pasó un año después del funeral. Rufino vivía solo, pero la idea de volver a casarse no lo abandonaba. Estar solo era duro, aunque siempre había sido un lobo solitario. Empezó a fijarse en las mujeres del pueblo.

—Necesito una esposa sin hijos —pensaba—. No quiero criar hijos ajenos. Claro, las de mi edad ya vienen con mochila, todas tienen críos. Tendré que buscar más joven, aunque no cualquiera aceptará a un tipo como yo…

Lo sabía bien. Su carácter no caía bien en el pueblo, no tenía amigos, y pocas mujeres aceptarían casarse con él. Finalmente, puso sus ojos en Lola. Era una chica discreta, una ratita de campo, pero trabajadora y humilde.

Un día, Rufino la interceptó —la estaba esperando a propósito—.

—Lola, ven acú —la llamó cuando pasaba frente a su casa.

Ella alzó la vista, lo vio en la verja y se acercó.

—Buenos días —saludó tímidamente.

—¿Qué tal? —respondió él, algo brusco—. Mira, llevo tiempo fijándome en ti. ¿Te casarías conmigo? Estoy solo, tengo una buena finca. Viviríamos bien, sin penurias, y tendríamos hijos. Necesito herederos.

—Ay, no sé —respondió Lola, ruborizándose—, tendré que hablarlo con mi madre.

—Pues habla, que esta tarde paso por vuestra casa.

Lola llegó a casa y le soltó a su madre:

—Mamá, creo que me voy a casar.

—¿Cómo? ¿Con quién? Si no tienes novio.

—Rufino viene esta tarde a pedir mi mano…

—¡Hija mía! Es mucho mayor que tú. Piénsatelo bien antes de aceptar. Tiene un genio horrible, todo el mundo lo sabe. No en vano se murmura que acabó con su primera esposa, que la agotó con tanto trabajo, o algo peor. Quién sabe lo que pasó en esa casa, las paredes guardan sus secretos.

—Mamá, ¿de qué me sirve pensarlo si no tengo pretendientes? Los años pasan. Quizá solo son chismes…

Lola se casó con Rufino. Al principio, el pueblo no paraba de hablar. Algunos la compadecían:

—Pobre chica, qué error casarse con él. Es un cruel, un huraño.

Otros opinaban:

—Rufino ha tenido suerte. No es casualidad que eligiera a una muchacha tan sumisa, le obedecerá y trabajará sin rechistar.

Y así fue. Rufino seguía siendo hosco con los vecinos, poco sociable, y no soportaba a su suegra, así que apenas dejaba a Lola visitarla.

—Es un déspota, un tirano, así de claro —le decía la madre a Lola cuando esta podía escaparse a verla, a veces a escondidas, mientras Rufino estaba trabajando.

—Mamá, no es para tanto. Ya encontraré la manera de lidiar con él. Gruñe, pero yo callo, y si quiere que gruña, pues que gruña. Rezo en silencio y pido paciencia.

—Ay, hija, con un marido tan cascarrabias, vas a pasar la vida rezando —decía la madre, enjugándose las lágrimas.

Lola tuvo dos hijos en cinco años. No es que Rufino no los quisiera, quizá sí, a su manera, pero no paraba de refunfuñar y gritarles. Su madre les advertía:

—Alejaos de vuestro padre, no vayáis a pillarle de mal humor.

Los chicos salían a jugar lejos, pronto entendieron que era mejor evitar a su padre. Crecían, pero Rufino seguía igual de amargado.

—¿Dónde andarán esos holgazanes? Deberían estar ayudando en casa, en vez de corretear por ahí… Tú los has enseñado a huir, a escaquearse —le espetaba a Lola, a veces a gritos que todo el pueblo oía.

Ella ya estaba acostumbrada a sus arranques, se encogía de hombros y callaba. Aunque mucho más joven, era más paciente y sabia, y era quien llevaba el peso de la casa. Rufino, en cambio, bebía cada vez más y montaba escándalos. Criticaba a todo el mundo.

Los vecinos lo veían y lo oían, y lo evitaban. Sabían que era mejor no meterse con él. Desde su patio resonaban sus quejas:

—¡Estoy harto de todos! Trabajo de sol a sol para manteneros, y en casa no hay respeto, solo gastos.

Su voz ronca y ebria se oía por todo el lugar. A veces Lola se atrevía a replicar:

—Tú quisiste casarte, tú quisiste hijos, ¿de qué te quejas ahora? ¿Y el dinero que te gastas en alcohol?

Pero más valía callar, porque una vez empezaba, era imposible hacerlo callar.

—No necesito que me digas cuánto bebo, es mi dinero.

—Lola, ¿cómo lo aguantas? —lloraba su madre—. Yo hace tiempo que me habría ido. ¿Por qué seguir sufriendo con él?

—Tengo que criar a los niños, mamá. Que grite, ya me he acostumbrado. Lo sufro por mis hijos, ellos también se han hecho fuertes.

Los vecinos también se compadecían de Lola y admiraban su paciencia.

—Esta Lola, ¿cómo es posible que lo tolere?

Pasaron los años. Los hijos crecieron y, uno tras otro, se marcharon a la ciudad después del instituto. Estudiaron un oficio y se quedaron a trabajar en una fábrica. Rara vez volvían a casa.

—Mamá, no te enfades si no venimos mucho, no nos apetece cruzarnos con padre. Nunca tiene una palabra amable, solo gritos y malos modos.

El mayor le prometió:

—Cuando me case, te llevaré con nosotros. Que él se quede aquí solo…

—No, hijo, este es mi lugar. Nací aquí y aquí moriré. Vosotros venid cuando podáis.

Los hijos solían quedarse en casa de su abuela, y a la de sus padres iban como de visita. Rufino, peor que nunca, seguía gritando.

—¿Por qué gritas? Tú mismo dices que estás harto de todos —le decía Lola en voz baja—. Pues vive solo. Los hijos son adultos y lo entienden. Y yo, bueno, seguiré a tu lado.

—Tú también me cansas. Solo quiero descansar, echarme. Veo cómo me miras…

—Cálmate, Rufino. Te miro como siempre.

—Estoy agotado. Me gustaría quedarme en la cama todo el día. Pero no puedo permitírmelo.

—Échate, pues —respondía ella—, no te diré nada, solo deja de gritar.

Una mañana, Lola entró en casa tras ordeñar las vacas y llevarlas al rebañoDentro, el silencio era absoluto, y al entrar en la habitación, encontró a Rufino tendido en el suelo, inmóvil, con la mirada perdida, como si al fin hubiera alcanzado el descanso que tanto ansiaba.

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