Soñaba con la felicidad, planeaba el futuro y solo recibí insultos.

Lo soñaba con la felicidad, hacía planes para el futuro, y solo recibí insultos.

Me llamo Elena López y vivo en Soria, donde sus tranquilas calles se ocultan bajo la sombra de los pinos. Lo volví a encontrar en la reunión de antiguos alumnos — después de 20 años. Sergio estaba frente a mí, algo más ancho de hombros, con el pelo alborotado, pero sus ojos —grandes, profundos, llenos de esa misma melancolía— me atravesaban igual que en la juventud. Me invitó a bailar, como solía hacerlo cuando éramos pareja. Sentí su calor, su aliento, su fuerza, y mi cuerpo tembló, como si el tiempo hubiera retrocedido. Esa noche irrumpió de nuevo en mis sueños, y comprendí que el viejo amor no había muerto.

¿Por qué nos separamos? No lo recuerdo. Durante tres años vivimos como marido y mujer, haciendo planes: una casita con jardín, una pequeña tienda de flores y velas, pensábamos nombres para los hijos —María, Elías… Y luego él desapareció —sin palabras, sin rastro, dejándome en el vacío. En la reunión, después de unas copas de vino y bailes, ambos sabíamos: era una oportunidad para empezar de nuevo. Seis meses después, me mudé con él a Salamanca, a su casa. Su esposa había fallecido, y yo nunca encontré a alguien con quien construir un hogar. Al principio todo iba bien, pero los sueños de felicidad se convirtieron en una pesadilla.

Buscaba amor, y solo recibí humillaciones. Sergio tenía dos hijos —de 16 y 18 años, Álvaro e Ignacio. No intenté ser su madre —habría sido un error. Solo deseaba amistad, comprensión, que me aceptaran en sus vidas. Hice todo lo que pude: los rodeaba de cuidados, cocinaba, compraba regalos, cedía por la paz en el hogar. Pero en lugar de calor, encontré frialdad. Todo empeoraba cuando venían los padres de su difunta esposa. Los respetaba como podía —eran parte de la familia. Pero cada visita se convertía en una prueba: me miraban como a una extraña, y me sentía una sombra.

Tenía 38 años, no estaba acostumbrada a la nueva ciudad, a la gente ajena, a su casa. Los intentos constantes de complacer a todos me agotaban. Me ahogaba con el desorden que dejaban los chicos, con su indiferencia. Álvaro, el mayor, empezó a traer a su novia cuando yo estaba en el trabajo. Se tumbaban en mi cama, ensuciaban las sábanas. Ella usaba mis cremas, mi cepillo, mis zapatillas, destrozaba la cocina y yo tardaba horas en limpiarla. Ignacio, el menor, se quejaba siempre: que la ropa que le compré no era de su gusto, que la comida no era como la de mamá. “Eres solo un ama de casa, no haces nada,” me lanzaba a la cara. Aguanté hasta donde pude. Y cuando intenté hablar con Sergio, se desentendía, como si mis palabras fueran huecas.

Quería hacer amigos entre los vecinos —dicen que son más cercanos que los parientes. Pero allí también encontré decepción: todos hablaban de lo perfecta que era su difunta mujer. Y yo, ¿qué? Estoy viva, lo he amado todos estos años, lo dejé todo —mi trabajo, mi ciudad, mi vida conocida— por él y su familia. Decidí: si tengo un hijo, todo cambiará, comenzarán a respetarme. Pero cuando lo mencioné, Sergio fue tajante: “Ya tengo hijos, no quiero más”. ¿Y yo? Me quedé con las manos vacías, con mi sueño de maternidad destrozado.

Después de eso, todo se derrumbó. Sergio cambió —ya no era aquel joven de mi juventud. La vida había apagado su calidez, y me miraba con irritación. Me encontraba defectos, criticaba, igual que sus hijos. Me esforzaba al máximo, pero todo fue en vano. El vaso se colmó cuando volví del trabajo y vi a la novia de Álvaro con mi bata. Caminaba por la casa como si fuera su dueña, ¡y eso era mío —algo personal, como la ropa interior que podría haber tomado a mis espaldas! Me controlé y le dije en voz baja: “No toques mis cosas, por favor”. Y ella se rió en mi cara: “Venga, no te pongas así”. ¿Por qué me trataba así? Yo la alimentaba, recogía tras ella como si fuera mía, y me escupía en el alma.

Me rompí y salí corriendo de la habitación. Sergio salió de la cocina, furioso, y se abalanzó sobre mí gritando. Estaba paralizada, sin poder creer lo que escuchaba. Me insultó, decía que me fuera de su casa, me tiraba cosas—una taza, un libro, lo que encontraba. Las lágrimas me nublaban la vista, cogí el bolso y salí a la calle tal como estaba. Me subí al primer tren hacia Soria, con mis padres. Por la mañana envió mis cosas con un mensajero —fríamente, sin nota, como si fueran basura.

Dicen que el tiempo cura. Intento no pensar en ello. El dolor disminuye, pero la herida queda. Creo que encontraré a alguien que me quiera —tal como soy, con mis sueños y cicatrices. Sergio fue mi primer amor, pero no mi destino. Buscaba la felicidad, pero encontré pedazos rotos. Ahora estoy en la familiar Soria, entre las calles conocidas, y aprendo a respirar de nuevo, con la esperanza de que me espere la luz, no más sombras.

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Soñaba con la felicidad, planeaba el futuro y solo recibí insultos.