Soñaba con el océano…

Soñaba con el mar…

Marta cada mes apartaba dinero de su sueldo para las vacaciones. Soñaba con el mar todo el último año. Hacía mucho tiempo había ido al sur con sus padres, pero casi no recordaba nada. Y por aquel entonces solo tenía tres años. Después, sus padres la llevaban en verano al pueblo con los abuelos. En lugar del mar, allí había un río poco profundo, pero podía bañarse todo lo que quisiera, hasta que los labios se le pusieran azules y la piel se le erizara.

En cuarto de primaria, la mandaron a un campamento de verano. No le gustó nada: horarios estrictos y nada de libertad. Solo se bañaron una vez. En el pueblo las vacaciones eran mucho más libres. Los padres venían cada fin de semana con golosinas. Desde entonces, Marta no volvió a ir a campamentos.

En sus recuerdos, la infancia estaba ligada a un sol blanco y abrasador, a los gritos de los niños en el río del pueblo, al arcoíris de las salpicaduras. Recordaba el olor a algas y a la hierba espinosa que se secaba bajo los rayos del sol junto a la orilla. También recordaba el polvo cálido y suave como la seda en el camino.

Soñaba a menudo que corría descalza por aquel camino, hundiéndose hasta los tobillos en el polvo, mientras sus padres venían hacia ella… Y en ese momento siempre despertaba con el corazón acelerado.

Cuando estaba en segundo de la ESO, su padre murió de un infarto. Su madre no pudo superarlo, como si se apagara de repente. Iba mucho al cementerio y volvía callada y triste.

Luego su madre enfermó. Caminaba arrastrando los pies por la casa, encorvada, como si de pronto se hubieran ido todas sus fuerzas. Dejó de arreglarse el pelo y de maquillarse. Marta volvía del instituto y la encontraba en la cama.

—Mamá, ¿no te has levantado? ¿Has comido algo? —preguntaba Marta con preocupación.

—No tengo hambre. No tengo fuerzas —respondía su madre con los labios secos y pálidos.

Marta cocinaba, hacía la compra, limpiaba la casa y obligaba a su madre a comer algo. Hasta que su madre dejó de levantarse incluso para ir al baño. Ni las súplicas ni las lágrimas de Marta lograban que se levantara. Una vecina la cuidaba mientras Marta estaba en clase. Fue ella quien llamó al instituto para avisar de la muerte de su madre.

Marta no recordaba si hizo los exámenes finales. Su madre murió justo antes de la graduación, mirando el retrato de su marido en la pared. La vecina ayudó con el funeral.

Marta se matriculó en la universidad a distancia y empezó a trabajar allí mismo. Era de cara redonda, con curvas, y se creía poco atractiva. Probó muchas dietas de moda. Aguantaba dos días y luego devoraba todo el doble. Al terminar la carrera, aceptó que nunca tendría el cuerpo de las modelos de las revistas, la genética no se lo permitía.

Quizá por sus formas no llamaba la atención de los chicos, aunque nadie la llamó gorda. «Iré al mar, comeré solo fruta y por fin adelgazaré», soñaba Marta.

El director de la empresa donde trabajaba no le dio vacaciones en verano.

—Mira, Marta, tú estás soltera, sin hijos. ¿A quién debo dar vacaciones en verano, a ti o a, por ejemplo, Natalia, que tiene dos niños? Ya me entiendes. Pide septiembre. Será temporada baja.

Marta aceptó. ¿Qué podía hacer? Mientras, buscaba hoteles en internet. Decidió ir en avión, más caro pero más rápido. Solo faltaba que el tiempo acompañara. Compró un bañador y un vestido ligero nuevo. Y en el sur se compraría un sombrero de ala ancha, como en las películas. En fin, solo soñaba con aquel viaje al mar. Hasta soñaba que no corría por un camino polvoriento, sino por la orilla del mar.

Un día volvía a casa en autobús después del trabajo, mirando por la ventana y contando las semanas que faltaban para sus vacaciones. Un hombre se sentó a su lado.

—Oye, ¿sabes cuánto falta para el barrio de La Paloma?

Marta giró la cabeza y vio a un vecino guapo y simpático.

—Poco. Te avisaré cuando bajes. ¿Vas a La Paloma?

—No, a casa de un amigo. Dice que vive cerca del centro comercial —respondió el hombre, mirándola fijamente.

—¿Cerca? ¿En qué calle?

—Espera. —El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó un papel arrugado—. Calle Verde, número cuarenta y dos —leyó.

—Yo vivo en el treinta y ocho —dijo Marta, alegrándose sin saber por qué.

—Pues bajaremos juntos y me enseñas la casa. Es mi primera vez en esta ciudad.

Marta asintió y volvió a mirar por la ventana.

—Mi amigo se ha casado, ha tenido una hija. No nos vemos desde que dejamos el ejército. Estoy nervioso —dijo el hombre, como hablando solo.

—Si te dio la dirección, es que te espera —contestó Marta.

—Me dio la dirección, pero perdí su número. No le avisé que venía. ¿Y si se ha ido de viaje? —El hombre suspiró.

Así siguieron, hablando, hasta que bajaron en su parada. Cruzaron la calle y Marta señaló su portal.

—Yo vivo aquí, tú tienes que seguir, dos portales más allá.

—¿Me das tu número? Por si acaso. —El hombre sonrió, algo avergonzado.

Marta le dio su número. No significaba nada, no la comprometía a nada. Pero estaba segura de que no la llamaría. Su madre decía que había que elegir pareja a tu medida. Él era demasiado guapo para ella. El hombre le dio las gracias y siguió su camino, mientras ella entraba en su portal.

Bostezaba frente al televisor cuando sonó el móvil. Miró el número desconocido, luego el reloj: las ocho y media. Recordó que le había dado su número a aquel hombre y contestó.

—Nos conocimos en el autobús, me diste tu teléfono —dijo una voz masculina agradable al otro lado.

—El número, no el teléfono —lo corrigió Marta, mientras el corazón le daba un vuelto.

—Verás, mi amigo se ha ido a su casa del campo. Lo llamé, pero ya es tarde para ir. —Hubo un silencio—. No sé qué hacer. No quiero molestarte con mis problemas —dijo, como disculpándose.

Marta se quedó quieta. Primero pensó que la desfachatez no tenía límites. Un desconocido le decía que no sabía qué hacer, prácticamente pidiéndole hospedaje. Pero luego pensó que quizá le gustaba y era su manera de seguir hablando.

—Llama a un taxi, el conductor te llevará a un hotel cercano —dijo con cautela.

—Vale. Así lo haré —respondió él, triste y en voz baja.

Se oyó un ruido en el teléfono.

—¿Estás bien? —preguntó Marta.

—Sí. Solo quería darte las gracias. —Colgó.

Se sintió incómoda. El hombre estaba solo en una ciudad desconocida. Quizá no tenía dinero para el hotel. No tenía por qué ayudarlo. Pero… Marcó el último número que había llamado. Contestó al instante, como si esperara.

—Vale, ven —dijo Marta, dando su número de piso antes de colgar.

Llegó cinco minutos después. Marta apenas tuvo tiempo de cambiarse la bata por un vestido decente. Tomaron té y Jorge, así se llamaba, habló de su amigo del ejército. Marta se rió de sus chistes. Luego le contó que estaba sola. Jorge le dio el pésame. Su padre también había muerto. Se fueron a dormir pasada la una. Marta le preparó el sofá en el salón y ella se acostó en la habitación pequeña, donde murió su madre.

No podía dormir. Recordaba las miradasA la mañana siguiente, al despertar y ver que Jorge se había ido sin despedirse, Marta sintió un vacío en el pecho, pero ese mismo día conoció a David, el policía que cambiaría su vida para siempre.

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MagistrUm
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