Sombras en la Cocina
Cuando Daniel encontró por tercera vez un trozo de tarta de pera en la mesa de la cocina, que él no había traído, no sintió miedo. Ni siquiera sorpresa. Solo cansancio, ese que se te clava en los huesos. Estaba harto de las noches en vela, de las idas al trabajo por una ciudad fría donde nadie se miraba a los ojos. Harto de conversaciones vacías, de historias ajenas sobre viajes y tecnología, de sonrisas que tenía que fingir. Pero sobre todo, estaba harto de la soledad. No importaba el ruido de las estaciones de tren, la música alta o las series interminables; la soledad seguía ahí. A su lado. En la mesa. En el sofá. En los mensajes sin responder del móvil.
Hacía casi tres años que vivía solo. Después de que Lucía se fuera, el piso aún conservaba su aroma, ligero, con notas de lavanda. Ahora no olía a nada. A vacío, si es que eso tiene olor. Un silencio limpio, estéril. No silencio, sino espacio sin aire, donde todo estaba en su sitio, pero el alma no.
La primera vez que apareció la tarta fue un sábado por la mañana: un trozo perfecto en un plato, como recién hecho. Daniel pensó que sería el cansancio jugándole una mala pasada. Quizá la había comprado en la panadería y lo había olvidado. La segunda vez, un martes, la tarta estaba aún tibia, con un suave aroma a vainilla. Se acordó de su amigo Javier, que tenía una llave, pero Javier estaba de vacaciones, subiendo fotos de los lagos de Asturias y riéndose de los mosquitos.
La tercera vez, Daniel cortó un pedazo. Era sencilla, con vainilla y un toque de caramelo en la superficie. El sabor le recordó a su infancia, a las tartas que hacía su tía en el pueblo: dulce, con trozos grandes de pera. No la probó, solo la observó. Estaba demasiado fresca, como si alguien acabara de dejarla allí y se hubiera ido. Envolvió un trozo en papel de aluminio y lo guardó en la nevera, como si fuera una prueba. Revisó la cerradura: intacta. Las ventanas: cerradas. Las llaves: las tenía él, Javier y su padre, que vivía en un pueblo perdido y no iba a aparecer por Madrid con una tarta. Todo encajaba. Menos la tarta.
Una noche soñó con la cocina. No un simple espacio, sino algo vivo, que respiraba. La luz era cálida, olía a peras y a lluvia reciente. Alguien estaba allí, invisible pero cerca. Se despertó a las tres de la madrugada, fue a por agua y se detuvo en seco. En el fregadero había un tenedor. Mojado. Pero él había cenado bocadillos, sin usar cubiertos. El corazón le dio un vuelco, no por miedo, sino por un extraño reconocimiento: eso no era casualidad.
Los días siguientes todo se volvió… distinto. Casi imperceptible. Extraño. Su taza estaba en otro lado. La manta del sofá, doblada de otra manera—desordenada, pero familiar. El espejo del recibidor, ligeramente girado. Una camisa que había tirado a lavar, colgada en la silla. No daba miedo. No como en las películas. Era como si alguien estuviera allí. Con cuidado. Casi con cariño. Como si alguien volviera al lugar que antes fue su hogar.
Daniel empezó a hablar en voz alta. Al principio con ironía, como burlándose de sí mismo, preguntándose si el eco le respondería. Luego, más serio. Su voz sonaba natural en el silencio. Bromeaba. Pedía consejos. Como hacía con Lucía, cuando ella se sentaba frente a él, calentándose las manos con la taza, escuchando sin interrumpir. «¿También crees que tomo más té ahora?» o «¿Te acuerdas de cuando discutimos por las cortinas y no hablamos en una semana?». A veces creía sentir una respuesta. No palabras, sino un sentimiento. Una pausa en la que el aire se volvía más cálido, más denso. Como si las paredes no solo escucharan, sino que entendieran.
Un día no pudo más. Compró dos tés en una cafetería—uno para él, otro por si acaso. Colocó la segunda taza al otro lado de la mesa. No por fe, sino por necesidad. Para admitir: alguien está aquí. Aunque sea solo un poco. Aunque sea una sombra.
Así pasaron diez días. Y entonces llegó Lucía.
Abrió la puerta con su llave, dejó la mochila en el suelo y dijo:
—Había olvidado cómo huele tu casa.
Se quedó de pie, algo encorvada, como si temiera que la echaran. Daniel la miró como a un espejismo: familiar hasta dar escalofríos, pero de otra vida. No encontró palabras. En la garganta se le atascaron todas las preguntas acumuladas durante meses. Ella no lloró. Él tampoco. Se sentaron a la mesa. Entre ellos, un silencio lleno de cosas no dichas.
Ella levantó la vista y preguntó:
—¿Notaste que estaba cerca?
Él asintió. Lento, casi imperceptible, temiendo que cualquier movimiento la asustara.
—No pude evitar volver. Aunque fuera así. Aunque fuera con olores. Aunque fuera con pequeñas cosas. No te echaba de menos—echaba de menos lo que fuimos.
—Estuviste aquí. Como una sombra.
—Una sombra—repitió ella—. Pero ahora… me iré. De verdad. Sin rastro. Y sin dolor.
La miró como a algo frágil, que se escapaba, pero que ya no le pertenecía.
—¿Otra taza de té?—preguntó él.
Ella sonrió, con una tristeza que le apretó el pecho.
—Una más. Mientras sea una sombra.
Bebieron té en la cocina. Una tarde. Un aroma. Una despedida que no dolió. Solo dejó calor, como una carta antigua encontrada en un cajón.
Ella se fue. Daniel se quedó solo. Pero el silencio ya no estaba muerto. Había respiración—débil, pero viva. Memoria. Una taza.
El tenedor ya no era señal de soledad, sino prueba de que alguien había estado. De que algo había sido. Y seguía allí.
Y el trozo de tarta, que hizo él mismo. Un poco torpe, quemado por un lado, pero suyo. No como aquel, pero en eso estaba la verdad.
A veces, para soltar, hay que dejar entrar. No a la persona—sino a ti mismo, a su lado. Aunque sea una sombra. Aunque sea casi. Para entender que hasta “casi” es algo.