Las Sombras en la Cocina
Cuando Javier encontró por tercera vez un trozo de tarta de pera en la mesa de la cocina, que él definitivamente no había traído, no sintió miedo. Ni siquiera sorpresa. Solo cansancio, ese que se te mete en los huesos y no te abandona. Estaba harto de las noches en vela, de los viajes al trabajo atravesando una ciudad gris donde la gente ya ni siquiera miraba a los ojos. Harto de conversaciones vacías, de historias ajenas sobre vacaciones y tecnología, de sonrisas que tenía que forzar. Pero sobre todo, estaba harto de la soledad. No se iba ni en el bullicio de las estaciones de tren, ni con la música a todo volumen, ni en las interminables series. Estaba ahí, a su lado. En la mesa. En el rincón del sofá. En los mensajes sin leer del móvil, colgando sin respuesta.
Llevaba casi tres años viviendo solo. Después de que Laura se marchara, el piso conservó su aroma durante mucho tiempo—ligero, con notas de lavanda. Ahora olía a nada. A vacío, si es que el vacío tiene olor. Silencio puro, casi estéril. No silencio, sino un espacio sin aire donde todo está en su sitio, excepto el alma.
La tarta apareció por primera vez un sábado por la mañana. Una porción perfecta en el plato, como recién salida del horno. Javier pensó que el cansancio le estaba jugando una mala pasada. ¿Quizá la había comprado en la panadería y se había olvidado? La segunda vez fue un martes. La misma tarta, aún tibia, con un suave aroma a vainilla. Pensó en su amigo Pablo, que tenía una llave de repuesto, pero Pablo estaba de vacaciones, subiendo fotos de los lagos del Pirineo y quejándose de los mosquitos locales.
La tercera vez, Javier cortó un trozo. Era una tarta sencilla, con vainilla y un toque de caramelo en la superficie. El sabor le recordó a su infancia, a las tartas que hacía su tía en el pueblo: dulce, con trozos grandes de pera. No la comió—solo la miró. Estaba demasiado fresca, como si alguien la hubiera dejado ahí momentos antes. Envolvió un pedazo en papel de aluminio y lo guardó en la nevera, como si fuera una prueba. Revisó la cerradura—intacta. Las ventanas—cerradas. Las llaves—las tenía él, Pablo, y su padre, que vivía en un pueblo perdido y desde luego no había ido a Zaragoza con una tarta. Todo cuadraba. Excepto la tarta.
Esa noche soñó con la cocina. No solo un espacio, sino algo vivo, que respiraba. La luz era cálida, olía a peras y a frescura, como después de la lluvia. Alguien estaba ahí, invisible pero cercano. Se despertó a las tres de la madrugada, fue a por agua y se quedó paralizado. En el fregadero había un tenedor. Mojado. Y él había cenado un bocadillo—sin cubiertos. El corazón le dio un vuelco, pero no de miedo, sino de un extraño reconocimiento: esto no era casualidad.
Los días siguientes todo se volvió… distinto. Casi imperceptible. Inexplicable. Su taza estaba en otro lado de la mesa. La manta del sofá estaba doblada de otra manera—desordenada, pero familiar. El espejo del recibidor estaba ligeramente girado. La camisa que había tirado a lavar colgaba de una silla. No daba miedo. No como en las películas. Era como si alguien estuviera cerca. Con cuidado. Casi con cariño. Como si alguien estuviera volviendo a un lugar que alguna vez fue su hogar.
Javier empezó a hablar al vacío. Al principio con ironía, como riéndose de sí mismo, como si esperara que el eco le respondiera. Luego, más en serio. Su voz sonaba extrañamente natural en el silencio. Hacía bromas. Pedía consejos. Como hacía con Laura, cuando ella se sentaba frente a él, calentando las manos en la taza, escuchando sin interrumpir. “¿Tú también crees que ahora tomo más té?” o “¿Te acuerdas cuando discutimos por las cortinas y luego no hablamos en una semana?” A veces creía oír una respuesta. No palabras, sino una sensación. Una pausa en la que el aire se volvía más cálido, más denso. Como si las paredes no solo escucharan, sino que entendieran.
Un día no pudo más. Compró dos tés en una cafetería—uno para él y otro porque no podía evitarlo. Puso la segunda taza frente a él. Con cuidado. No por fe, sino por necesidad. Para reconocer que alguien estaba ahí. Aunque fuera un poco. Aunque fuera una sombra.
Así pasaron diez días. Entonces llegó Laura.
Abrió la puerta con su llave, dejó la mochila en el suelo y dijo:
—Había olvidado cómo huele tu casa.
Se quedó allí, un poco encorvada, como si temiera que la echaran. Javier la miró como a un espejismo: familiar hasta los huesos, pero de otra vida. No hubo palabras. Todas las preguntas acumuladas durante meses se atragantaron en su garganta. Ella no lloró. Tampoco él. Se sentaron a la mesa. Entre ellos, un silencio lleno de todo lo no dicho.
Ella alzó la mirada y preguntó:
—¿Sentiste que estaba cerca?
Él asintió. Lentamente, casi imperceptiblemente, temiendo que cualquier movimiento la espantara.
—No pude evitar volver. Aunque fuera así. Aunque fuera con un olor. Con pequeñas cosas. No te echaba de menos—echaba de menos lo que fuimos.
—Estuviste aquí. En las sombras.
—En las sombras—repitió ella. —Pero ahora… me voy. De verdad. Sin rastro. Y sin dolor.
La miró como si fuera algo frágil, que se escapaba, pero que ya no le pertenecía.
—¿Otro té?—preguntó él.
Ella sonrió—con dulzura, con una tristeza que apretaba el pecho.
—Uno más. Mientras sea una sombra.
Bebieron el té en la cocina. Una noche. Un aroma. Una despedida que no dolía. Solo dejaba calor, como una carta vieja encontrada en un cajón.
Ella se fue. Javier se quedó solo. Pero el silencio ya no estaba muerto. Había un aliento—débil, pero vivo. Memoria. Una taza.
Un tenedor—no como señal de soledad, sino de que alguien había estado ahí. Había sucedido algo. Y había quedado algo.
Y un trozo de tarta, que él mismo había hecho. Un poco torpe, quemado por un lado, pero suyo. No igual que aquella, pero en eso estaba la verdad.
A veces, para dejar ir, primero hay que dejar entrar. No a la persona—sino a ti mismo, junto a ella. Aunque sea una sombra. Aunque sea casi. Para entender que incluso un “casi” ya es algo.