**Sombras en la Cocina**
La tercera vez que Adrián encontró un trozo de tarta de pera en la mesa de la cocina, uno que él no había traído, el miedo no apareció. Tampoco la sorpresa. Solo un cansancio profundo, arraigado en los huesos. Estaba harto de noches en vela, de viajar a la oficina en una ciudad gris donde la gente ya ni siquiera miraba a los ojos. Harto de conversaciones vacías, de historias ajenas sobre viajes y gadgets, de sonrisas que tenía que forzar. Pero, sobre todo, estaba cansado de la soledad. No se iba ni en el bullicio de las estaciones, ni en la música alta, ni en las interminables series. Estaba ahí, sentada junto a él. En la mesa. En el rincón del sofá. En los mensajes sin leer del móvil, pendientes de respuesta.
Llevaba casi tres años viviendo solo. Después de que Irene se marchara, el piso conservó durante meses su aroma, ligero, con notas de lavanda. Ahora no olía a nada. Al vacío, si es que ese silencio puede tener olor. Una quietud perfecta, estéril. No silencio, sino espacio sin aire, donde todo estaba en su sitio excepto el alma.
La tarta apareció por primera vez un sábado al amanecer. Un trozo perfecto, como recién horneado. Adrián pensó que era el cansancio jugándole una mala pasada. Quizá lo había comprado en la pastelería y no lo recordaba. La segunda vez fue un martes. La misma tarta, aún tibia, con un leve aroma a vainilla. Sospechó de su amigo Álvaro, que tenía una llave de repuesto. Pero Álvaro estaba de vacaciones, subiendo fotos de los lagos de Asturias, riéndose de los mosquitos.
La tercera vez, Adrián cortó un pedazo. Simple, con vainilla, ligeramente caramelizado por encima. El sabor le recordó a su infancia en el pueblo, cuando su tía preparaba postres dulces, con trozos gruesos de pera. No comió. Solo miró. Estaba demasiado fresco, como si alguien acabara de dejarlo allí. Envolvió un trozo en papel de aluminio, lo guardó en la nevera como si fuera una prueba. Revisó la cerradura: intacta. Las ventanas: cerradas. Las llaves: las tenía él, Álvaro y su padre, que vivía en un pueblo perdido y desde luego no venía a Madrid con tartas. Todo encajaba. Excepto la tarta.
Esa noche soñó con la cocina. No como un lugar, sino como algo vivo, que respiraba. La luz era cálida, olía a peras y a tierra mojada, como después de la lluvia. Alguien estaba ahí, invisible pero presente. Se despertó a las tres de la madrugada y fue a por agua, pero se detuvo en seco. En el fregadero había un tenedor. Mojado. Y él había cenado un bocadillo—sin cubiertos. El corazón le dio un vuelco, pero no de miedo. De un extraño reconocimiento: aquello no era casualidad.
Los días siguientes todo cambió… sutilmente. Su taza apareció en otro lugar de la mesa. La manta del sofá estaba doblada diferente—desordenada, pero de un modo familiar. El espejo del recibidor estaba ligeramente girado. Una camisa que había dejado en la lavadora colgaba de una silla. No daba miedo. No como en las películas de terror. Era como si alguien estuviera ahí, con cuidado. Casi con ternura. Como si estuviera volviendo al lugar que alguna vez fue su hogar.
Adrián empezó a hablar en voz alta. Al principio con ironía, como si se burlara de sí mismo, esperando que el eco respondiera. Luego, más serio. Su voz sonaba extrañamente natural en el silencio. Hacía bromas. Pedía consejo. Como antes, con Irene, cuando ella se sentaba frente a él, calentando las manos en la taza, escuchando sin interrumpir. *«¿Tú también crees que ahora tomo más té?»* o *«¿Te acuerdas de cuando discutimos por las cortinas y luego no hablamos en una semana?»*. A veces creía oír una respuesta. No palabras, sino una sensación. Una pausa en la que el aire se volvía más cálido, más denso. Como si las paredes no solo escucharan, sino que entendieran.
Un día no pudo más. Compró dos tés en una cafetería—uno para él, otro para nadie, porque tenía que hacerlo. Colocó la segunda taza enfrente. Con delicadeza. No por fe, sino por necesidad. Para admitir: *alguien está aquí*. Aunque solo sea un poco. Aunque solo sea una sombra.
Así pasaron diez días. Y entonces llegó Irene.
Abrió la puerta con su llave, dejó la mochila en el suelo y dijo:
—Había olvidado cómo huele tu casa.
Quedó allí, ligeramente encorvada, como si temiera que la echaran. Adrián la miró como a un espejismo: familiar hasta el dolor, pero de otra vida. No había palabras. Solo preguntas atrapadas en la garganta. Ella no lloró. Él tampoco. Se sentaron a la mesa. Entre ellos, un silencio cargado de todo lo no dicho.
Ella alzó la mirada y preguntó:
—¿Sentiste que estaba aquí?
Él asintió. Lento, casi imperceptible, temiendo que un gesto más grande la espantara.
—No podía no volver. Aunque fuera así. Aunque solo con aromas. Aunque solo con pequeños detalles. No te echaba de menos a ti, sino a lo que fuimos.
—Estuviste aquí. Como una sombra.
—Una sombra —repitió ella en un susurro—. Y ahora… me iré. De verdad. Sin rastro. Y sin dolor.
Él la miró como algo frágil, que se escapaba, pero que ya no le pertenecía.
—¿Otra taza de té? —preguntó.
Ella sonrió—levemente, con una tristeza que atravesaba.
—Una más. Mientras sea una sombra.
Bebieron té en la cocina. Una tarde. Un aroma. Una despedida que no dolía. Solo dejó calor, como el de una carta vieja encontrada en un cajón.
Ella se fue. Adrián se quedó solo. Pero el silencio ya no estaba muerto. Tenía un aliento—débil, pero vivo. Un recuerdo. Una taza.
El tenedor no era señal de soledad, sino prueba de que alguien había estado allí. De que algo había sucedido. Y seguía ahí.
Y el trozo de tarta que él mismo horneó. Un poco torpe, quemado en los bordes, pero suyo. No igual al otro, pero esa era la verdad.
A veces, para soltar, primero hay que dejar entrar. No a la persona, sino a uno mismo junto a ella. Aunque sea como una sombra. Aunque sea casi. Para entender que incluso *casi*… ya es algo.