Sombras en la cocina

**Sombras en la Cocina**

Cuando Javier encontró por tercera vez un trozo de tarta de pera en la mesa de la cocina, que él no había traído, no sintió miedo. Ni siquiera sorpresa. Solo cansancio, ese que se clava en los huesos. Estaba harto de las noches en vela, de los viajes al trabajo a través de una ciudad gris donde la gente ya ni se mira a los ojos. Harto de conversaciones vacías, de historias ajenas sobre vacaciones y tecnología, de sonrisas que tenía que forzar. Pero, sobre todo, estaba harto de la soledad. No desaparecía ni en el bullicio de las estaciones, ni con la música a todo volumen, ni en las interminables series. Estaba ahí, sentada a su lado. En la mesa. En el rincón del sofá. En los mensajes sin contestar que colgaban en el móvil.

Llevaba casi tres años viviendo solo. Cuando Lucía se fue, el piso conservó durante meses su aroma, suave, con notas de lavanda. Ahora no olía a nada. A vacío, si es que eso tiene olor. Un silencio limpio, estéril. No era silencio, era un espacio sin aire donde todo estaba en su sitio, menos el alma.

La tarta apareció por primera vez un sábado por la mañana. Un trozo perfecto en un plato, como recién horneado. Javier pensó que era el cansancio jugándole una mala pasada. ¿Quizá la compró en la panadería y lo olvidó? La segunda vez fue un martes. La misma tarta, todavía tibia, con ese aroma delicado de vainilla. Pensó en su amigo Álvaro, que tenía llave de repuesto, pero Álvaro estaba de vacaciones, subiendo fotos de los lagos de Asturias y riéndose de los mosquitos.

La tercera vez, Javier cortó un pedazo. Una tarta sencilla, con vainilla, ligeramente caramelizada por arriba. El sabor le recordó a su infancia, a las tartas que hacía su tía en el pueblo: dulce, con trozos grandes de pera. No la probó, solo la miró. Estaba demasiado fresca, como si alguien acabara de dejarla allí. Envolvió un trozo en papel de aluminio y lo guardó en la nevera, como si fuera una prueba. Revisó la cerradura: intacta. Las ventanas: cerradas. Las llaves: las tenía él, Álvaro y su padre, que vivía en un pueblo perdido y desde luego no había venido a Madrid con una tarta. Todo cuadraba. Excepto la tarta.

Esa noche soñó con la cocina. No era solo una habitación, parecía viva, respirando. La luz era suave, olía a peras y a frescura, como después de la lluvia. Alguien estaba ahí, invisible pero cercano. Se despertó a las tres de la mañana, fue a por agua y se detuvo en seco. En el fregadero había un tenedor. Mojado. Aunque él había cenado bocadillos, sin usar cubiertos. El corazón le dio un vuelco, pero no de miedo. Era algo distinto: un extraño reconocimiento. Aquello no era casualidad.

Los días siguientes todo cambió… levemente. Su taza apareció en el otro extremo de la mesa. La manta del sofá estaba doblada de otra manera, con un descuido familiar. El espejo del recibidor se movió un poco. La camisa que había tirado a lavar colgaba ahora de una silla. No daba miedo. No como en las películas. Era como si alguien estuviera ahí. Con cuidado. Casi con ternura. Como si estuviera volviendo a casa.

Javier empezó a hablar en voz alta. Primero con ironía, como burlándose de sí mismo, para ver si el eco le respondía. Luego, más en serio. Su voz sonaba natural en el silencio. Hacía bromas. Pedía consejos. Como hacía con Lucía, cuando ella se sentaba frente a él, calentando las manos con la taza, escuchando sin interrumpir. *«¿A ti también te parece que ahora tomo más té?»*, o *«¿Te acuerdas cuando discutimos por las cortinas y no hablamos una semana?»*. A veces le parecía oír una respuesta. No palabras, sino una sensación. Una pausa donde el aire se volvía cálido, más denso. Como si las paredes no solo escucharan, sino que atendieran.

Un día no pudo resistirse. Compró dos tés en una cafetería, uno para él, otro por puro impulso. Dejó la segunda taza enfrente. Con delicadeza. No por creer, sino por necesidad. Por admitir que alguien estaba allí. Aunque fuera un poco. Aunque fuera una sombra.

Así pasaron diez días. Hasta que llegó Lucía.

Abrió la puerta con su llave, dejó la mochila en el suelo y dijo:

—Había olvidado cómo huele tu casa.

Se quedó de pie, ligeramente encorvada, como temiendo que él la echara. Javier la miró como a un espejismo: familiar hasta lo doloroso, pero de otra vida. No encontró palabras. En su garganta se acumulaban todas las preguntas de los últimos meses. Ella no lloró. Tampoco él. Se sentaron a la mesa. Entre ellos, un silencio cargado de todo lo no dicho.

Lucía alzó la mirada y preguntó:

—¿Notaste que estaba aquí?

Él asintió. Lento, casi imperceptible, temiendo que cualquier movimiento la ahuyentara.

—No pude evitar volver. Aunque fuera así. Aunque fuera a través de los olores. Aunque fuera en las pequeñas cosas. No me iba por ti, sino por lo que fuimos.

—Estuviste. En las sombras.

—En las sombras —repitió ella—. Y ahora… me iré. De verdad. Sin rastro. Sin dolor.

La miró como algo frágil, que se escapaba, pero que ya no le pertenecía.

—¿Otra taza de té? —preguntó él.

Ella sonrió, con una tristeza que calaba hondo.

—Una más. Mientras sea una sombra.

Bebieron té en la cocina. Una tarde. Un aroma. Una despedida que no dolía. Solo dejaba un poco de calor, como una carta antigua encontrada en un cajón.

Lucía se fue. Javier se quedó solo. Pero el silencio ya no estaba muerto. Tenía un aliento, débil pero vivo. Un recuerdo. Una taza.

Un tenedor que ya no era señal de soledad, sino prueba de que alguien había estado ahí. Que algo había pasado. Y seguía allí.

Y un trozo de tarta que él mismo había hecho. Un poco torpe, quemado en los bordes, pero suyo. No como aquella, pero en eso estaba la verdad.

A veces, para dejar ir, primero hay que dejar entrar. No a la persona, sino a uno mismo junto a ella. Aunque sea como una sombra. Aunque sea casi. Porque incluso «casi» es algo.

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