**Sombras en la casa junto al mar**
En un pueblecito costero, donde el viento salado jugueteaba por las calles estrechas, Lucía pasaba la tarde en casa de su suegra. Fuera, las olas rompían con fuerza, y dentro olía a cocido recién hecho. En plena noche, el silencio se rompió con el timbre del teléfono. Lucía miró la pantalla: era su vecina, Pilar.
—¡Lucía, ven urgentemente! —la voz de Pilar temblaba de nervios—. ¡Acaban de llegar a tu casa! Un coche entró en el patio y dos personas se metieron dentro.
—¿Cómo? —exclamó Lucía, con el corazón acelerado—. ¿Qué coche?
—¡Un todoterreno negro enorme! Van dos, un hombre y una mujer. Ella es rubia y él tiene bigote —soltó Pilar sin respirar.
Sin perder tiempo, Lucía pidió un taxi. Una hora después, introducía la llave en la cerradura de su casa mientras la angustia crecía en su pecho. Abrió la puerta con cuidado, entró y se quedó paralizada, incrédula.
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—Alejandro —llamó Lucía a su hijo, con la voz temblando de rabia—. ¿Qué haces tú, colándote en mi casa a mis espaldas? ¿Cómo que no? Entonces, ¿quién anda aquí cuando no estoy? ¡Tú tienes llave!
—Mamá, ¿de qué hablas? —se sorprendió su hijo—. Hace siglos que no voy, estoy trabajando sin parar. ¿Qué pasa?
Lucía le contó las rarezas: las cosas fuera de sitio, comida que desaparecía de la nevera.
—¡Yo sé dónde está todo! —protestó—. Vuelvo de casa de la abuela y todo está revuelto.
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Lucía Martínez vivía sola desde hacía tres años. Su marido, Javier, pasaba la mayor parte del tiempo fuera, trabajando para asegurarles una vejez tranquila. Lucía no se quejaba: habían dejado el huerto, no tenían animales, decidiendo que en la jubilación retomarían las hortalizas y las gallinas.
Los últimos meses dividía su tiempo entre su casa y el pueblo donde vivía su suegra, Carmen. Con ochenta y siete años, la suegra enfermaba a menudo, y Lucía pasaba allí la mitad del mes, ayudándola.
Las rarezas empezaron hace poco. Una vez, al volver de casa de Carmen, Lucía notó que en el baño había toallas ajenas —en lugar de las suyas, azules y bien dobladas, ahora había unas verdes chillonas. En la nevera faltaban latas de fabada, aunque estaba segura de no haberlas tocado. En la cama, la colcha estaba arrugada, como si alguien hubiera dormido allí.
Al principio pensó que se lo imaginaba. ¿Habría confundido las toallas? ¿Tal vez nunca hubo esas latas? Pero las señales eran demasiado claras. No faltabaAquel día, Lucía aprendió que incluso entre familia, hay secretos que duelen más que el viento salado del mar.