Sombras del pasado y nuevo rumbo

**Sombras del Pasado y un Nuevo Camino**

Lucía regresó del trabajo a su piso en el pueblo de Pinosverdes. Al abrir la puerta con llave, se quedó inmóvil en el recibidor. Junto a sus zapatos y los de su marido, había unos botines femeninos que no eran suyos. Los reconoció al instante: pertenecían a la hermana de su marido, Carmen. «¿Qué hace aquí? Jaime no me dijo que vendría», pensó, sintiendo que la ansiedad crecía dentro de ella. Quiso llamar a su esposo, pero la intuición le susurró que no se apresurara. En lugar de eso, contuvo el aliento y escuchó la conversación que llegaba desde el salón. Lo que oyó le heló la sangre.

—Lucía, ¿otra vez Jaime está de viaje? —la llamó su compañero Alejandro, alcanzándola en el aparcamiento del trabajo—. ¿Vamos a tomar un café? Un latte con canela, como te gusta, y charlamos un rato, que siempre andamos con prisas.

—Lo siento, hoy no puedo —respondió ella con una sonrisa forzada—. Jaime prometió llegar temprano. Queremos elegir muebles para la cocina. Aún no hemos terminado de amueblar después de la reforma. Y, por cierto, hace tiempo que no viaja por trabajo.

—¿Y siempre llega puntual? —el tono de Alejandro tuvo un dejo de ironía.

—No siempre —susurró Lucía—. Necesitamos dinero, por eso se queda hasta tarde. Cuando terminemos de amueblar, quizá las cosas mejoren.

—Claro —sonrió él, deseándole buena tarde antes de alejarse.

Tuvo suerte: el autobús llegó rápido, aunque normalmente debía esperar. Se sentó junto a la ventana, perdida en sus pensamientos. Casi se casa con Alejandro años atrás. Rompieron por una pelea tonta, cuyo motivo ya ni recordaba. Luego apareció Jaime, y Lucía, deseando demostrar que no estaba sola, aceptó casarse deprisa. «Mira, no me he quedado sin nadie, ahora te arrepentirás», pensaba entonces.

Alejandro intentó reconciliarse, pidió perdón, juró que la haría feliz, pero Lucía ya estaba enamorada de Jaime. Decidió que nunca había querido a Alejandro, que todo había sido un error. Con el tiempo, casi lo olvidó, pero hace poco lo trasladaron a su oficina. Él fingía alegrarse del reencuentro, aunque Lucía sospechaba que había solicitado el cambio al saber dónde trabajaba. Le halagaba que siguiera soltero y la mirase con la misma ternura. En el fondo, le deseaba lo mejor, pero algo en su corazón se inquietaba al pensar en la mujer que algún día lo tendría a su lado.

Jaime era un buen marido, pero últimamente desaparecía en su trabajo. Se esforzaba por su futuro, aunque apenas tenía tiempo para ella. Vivían en el piso de su hermana Carmen, quien generosamente se lo cedió mientras sus hijos eran pequeños. Carmen y su marido no tenían problemas económicos; ella nunca trabajó, y sus pisos eran una inversión para el futuro de los niños. Lucía y Jaime hicieron reformas a su gusto, pero a veces lamentaba no haber alquilado algo ya amueblado. El dinero gastado habría cubierto años de alquiler o la entrada de una hipoteca. Pero Jaime se entusiasmó cuando Carmen les ofreció el piso.

Al bajar del autobús, caminó hacia casa bajo un cielo amenazante. El aire olía a lluvia, pero apenas lo notó. ¿Cuánto tiempo llevaban allí? ¿Un año? ¿Dos? El tiempo se le escapaba, pero la sensación de provisionalidad no la abandonaba. Por mucho que decoraran, parecía que la verdadera felicidad estaba siempre a la vuelta de la esquina.

La puerta del portal crujió al abrirse. Al subir las escaleras, una inquietud extraña la invadió. Dentro, al lado de sus zapatillas y las deportivas de Jaime, estaban los elegantes botines de Carmen. «¿Qué hace aquí?», se preguntó, sin recordar que su marido hubiera avisado.

Iba a anunciar su llegada, pero algo la detuvo. Escuchó las voces del salón.

—Mi marido y yo queríamos irnos de vacaciones —decía Carmen—, pero él no puede. Así que os cedo los billetes. Con una condición: que vayas con Marta, no con Lucía.

El corazón de Lucía se encogió. «¿Marta?» Recordó que Jaime mencionó ese nombre alguna vez. Carmen intentó presentarlos, pero ella no le dio importancia. Ahora, un presentimiento oscuro la recorrió.

—Carmen, no quiero a Marta —replicó Jaime, irritado—. Tengo a Lucía. ¿Por qué insistes?

Lucía respiró aliviada. «Como siempre, metiéndose donde no la llaman.» Iba a entrar, pero Carmen continuó:

—¿A quién engañas? Recuerdo lo que sentías por Marta. Hasta pensasteis en casaros. Deja de negarlo: Lucía no es para ti. Marta sí lo era.

Lucía se heló. ¿La había amado? Jaime siempre dijo que Marta no le importaba. Las palabras de Carmen quemaban como fuego.

—¿Y qué? —Jaime sonaba molesto, pero vacilante—. Eso pasó. Amo a Lucía.

—¿La amas? —Carmen se rio—. Vamos, Jaime. Sabes que te casaste con ella para dar celos a Marta cuando se fue con otro. Luego ella regresó, suplicó perdón, pero tú, por orgullo, te casaste igual.

Lucía sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. ¿Todo su matrimonio era una venganza? Ella misma se apresuró a casarse tras romper con Alejandro. ¿Era igual su motivo? Lo amaba de verdad, rechazaba encuentros con Alejandro… ¿y él? Contuvo la respiración, esperando su respuesta.

—Eso ya no importa —murmuró Jaime—. Tengo obligaciones con mi mujer.

—¿Qué obligaciones? Ni siquiera tienen hijos. Y no olvides dónde viven. Con Lucía seguirás arrastrándote por pisos ajenos. Marta, en cambio, heredó un ático nuevo y espacioso. Y aún te quiere. Espera que recapacites.

Las lágrimas nublaron la vista de Lucía. ¿Cómo podía Carmen decir eso? Pero lo peor fue el silencio de Jaime. Esperó su respuesta, temiendo la verdad.

—Basta, Carmen —dijo al fin, aunque sin firmeza—. La casa no lo es todo. Ya encontraremos algo nuestro.

—Tienes miedo al cambio —insistió Carmen—. Marta siempre fue mejor para ti. El rencor no te deja verlo, pero aún puedes rectificar. Con ella tendrás estabilidad, un hogar. ¿No ves que con Lucía nunca serás feliz?

—Y otra cosa —añadió Carmen, bajando la voz—. No puedo dejaros el piso eternamente. Pronto tendréis que iros.

—¿Marta sabe lo que tramas? —preguntó Jaime de pronto.

—¡Claro! Fue idea suya lo de los billetes. Está segura de que aún la amas.

El silencio que siguió hizo que a Lucía le diera vueltas la cabeza. ¿Por qué no respondía? ¿Lo estaba considerando?

—¿Y qué le digo a Lucía? —susurró él.

—Di que vienes a ayudarme con la reforma de la casa de campo —respondió Carmen—. Así viajas con Marta. Sencillo.

Lucía no soportó más. Salió en silencio, caminando sin rumbo hasta llegar a una cafetería del pueblo. Dentro, la música suave y la lluvia en los cristales acompañaron su desolación. Las palabras de Carmen resonaban en su mente. ¿Cómo pudo Jaime ocultarle la verdad? ¿Era su matrimonio solo una farsa?

El móvil se apagó. Jaime ni siquiera llamó. «Seguramente ya empaca para irse con Marta», pensó con amargura. Decidió volver, convencida de que todo había acabado.

Al entrar, encontrEl piso estaba vacío, pero en la mesa del comedor había un sobre con su nombre y, al abrirlo, encontró dos billetes de avión con un mensaje: “El destino no se elige, pero la compañía sí. ¿Nos vamos juntos esta vez?”.

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